SEPTIEMBRE
La amistad es analógica.
Se cocina a fuego lento.
No existe un botón, como en la vitrocerámica, que encienda de golpe la potencia, que acelere el hervor desde la nada.
La amistad es saber que una amiga llegará —con fe ciega— al rincón prometido.
Es escuchar y sentirse escuchada, porque ambas lo hemos elegido.
Es escribir a mano, con mala letra y tachaduras en el papel, para dejar el rastro que despierta en mis pensamientos y sentimientos.
Es escoger una sola fotografía entre mil, de un instante irrepetible con ellas.
Es hallar el lugar perfecto y detenerme. Quedarme. Allí donde soy, oigo y siento con mirada propia.
No hay botón de boost posible para apresurar este estar con:
la amiga que regresa a las redes solo para buscarme, escarbando con la mirada en las palabras que escribo
el amigo que fue, y sigue siendo, casa
la amiga indomable, rebelde, a la que miro como a una niña sensible, delicada como la porcelana
la que me recuerda, una vez más, que ya está abierto el concurso de microrrelatos: ese al que me he presentado varias veces, en el que nunca fui elegida
las compañeras que también fueron amigas; las que aún estrenan curso, como yo tantas veces, y en especial aquella que, al terminar este, se jubila
la que empieza a ser amiga y, en su viaje a China, lo confirma: piensa en mí, me trae regalos.
la que llora, por segunda vez, la ausencia de su mascota
la amiga que viaja exhausta hacia la esperanza que custodian las otras tres fichas de colores primarios y que la acompañan en esta partida callada.
Así comienzo septiembre.
Me detengo.
Las miro.
Lo que veo, lo que siento, no es digital.
Es el borboteo del fuego lento al que se cocina nuestra amistad.
Y yo lo vigilo, atenta,
como los pajarillos vigilan el agua
que les dejo en el bebedero.
María José Aguayo
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