UN PAQUETE PARA RESPIRAR
Hace tiempo que un paquete no tardaba tanto en llegar.
En el paisaje doméstico de nuestras calles no falta la presencia permanente de furgonetas de reparto —eficiente y rápido— de paquetes y mercancías, como ambulancias equipadas con soporte vital, que mantienen nuestras almas enganchadas a la vida con un goteo infinito de pedidos. Siempre nos hace falta algo que, una vez recibido, pronto pasa al olvido.
No compras por internet. Al menos, no directamente. Si necesitas algo delegas esta labor —tediosa para ti— en tu marido. Eres más de trabajo de campo, de recorrer tiendas. Salvo cuando se trata de un objeto decorativo, tema del todo fuera de su interés y conocimiento.
Esta vez lo tienes claro: tú misma haces el pedido. Estás acostumbrada a la fórmula de la superinmediatez de los clientes premium, que promete: ¡Entrega GRATIS hoy mismo!, ¡ahora!, ¡ya!, ¡abre la puerta, el repartidor está esperando! Nada más iniciar la transacción desvías la mirada hacia la columna de la izquierda donde aparece el tiempo de entrega: ¡tres semanas! Lo lees otra vez, incrédula. Compruebas que no es un error. Lo que se te presenta como demora infinita contrasta con la velocidad con la que suelen llegar todo tipo de pedidos que aguardamos como si se tratara del mismísimo oxígeno.
Asumes la tardanza, resignada. El objeto es un soporte alto para maceta de madera blanca, de una conocida firma de muebles y complementos del hogar. Se entrega montado. Quieres acondicionar el espacio donde escribes. Darle un aire más acogedor colocando cerca una planta que te recuerde a la naturaleza, cuando llegue de nuevo, el tiempo de recogimiento en casa. Lamentas no tenerla antes de la visita que esperas el próximo fin de semana.
La tardanza le concede valor. Aunque viene desde Valencia, está fabricado en China. Pesa cuatro kilos. Para tu sorpresa, se entrega una semana antes de lo previsto. Como la demora era larga, te relajaste y no seguiste el pedido.
Sonó el portero:
—Un paquete para…
La entrega la hizo Correos. Entre risas compartisteis un momento cómico, cuando al identificarte con la letra de tu DNI respondiste:
—Z de…
Y el repartidor, apresurado, te interrumpió:
—Zalamanca.
El calor de septiembre se percibía incluso en su gesto somnoliento, y por un instante lo imaginaste deseando una siesta en su sofá, como la que tú llevabas marcada en la cara por la arruga del cojín al abrirle la puerta.
Coges el abrecartas de la taza lapicero de la cocina y vuelves al salón. Con cuidado despegas la cinta adhesiva. Recuerdas cuando, en otra ocasión, arañaste la pantalla de una lámpara de lectura con la punta del instrumento, pero esta vez todo sale bien: el paquete está protegido. Ha sido todo un acierto. Es justo como esperabas. El contenido corresponde con la imagen de la página.
Antes de posarle el reluciente poto en su macetero con cenefa de hojas verdes y flores rosas, proteges la superficie con metacrilato. Como tenías pensado, lo colocas entre la librería blanca y el escritorio caoba. Debes desplazar este último hasta la pared: la estantería es imposible de mover. No te convence el resultado: todo se ve apelmazado, sin aire. Te vas a Pilates con el bucle dándote vueltas en la cabeza.
Al volver, dejas la mochila del gimnasio y decides mover el escritorio. Es grande y pesado, pero puedes con él sola. Pruebas en otro ángulo, pero sigue sin convencerte. Te arriesgas: lo separas de la pared y rompes la perspectiva anterior cambiando la visión que tenías desde que te mudaste a esta casa en el año 2000. Lo esquinas generando un espacio muerto. Te retiras y observas el conjunto con detenimiento. El escritorio es un mueble muy bonito. Así, luce mucho. También lucirá tu desorden cuando escribas…
La estancia parece algo más pequeña, pero como no lo es, no importa: eres quien la ocupa, y este cambio te permite reorganizar los objetos a tu gusto. La cascada del poto fluye con sus hojas verdes flotando gráciles en el vacío, y el rincón adquiere un aire más acogedor y armonioso.
Ocupas tu mente en solucionar ese hueco que has generado. Porque parece que lo tienes claro: estás contenta, a ti te gusta el cambio. Ha sido una buena idea colocarlo haciendo esquina. Un simple giro de disposición ha revelado su existencia: siempre estuvo ahí, pero apenas se veía. Igual que tú. Desde que escribes, sientes que te ves más a ti misma, como si antes hubieras estado perdida, en medio de una niebla espesa que te obligaba a retroceder.
Ya te imaginas yendo al vivero a buscar una planta alta que complete y asome por el hueco que ha quedado tras el escritorio.
Durante veinticinco años lo habías visto y usado pegado a la pared, bajo el cuadro apaisado de marco verde con la escena de La Place du Tertre, donde los artistas parisinos exponen y venden sus obras cerca del Sacré Coeur.
Subes del sótano una lámpara de pie verde y dorada que has comprado recientemente en tienda. Aunque donde estaba antes quedaba perfecta, no tiene uso, ni la ves, y, te gusta. Ahora luce rellenando el hueco yermo del rincón. Por la noche ilumina de forma acogedora tu esquina. Te gusta mirarla desde la puerta cuando pasas. Que te espere prendida cuando entras. Mudas también del sótano la figura de bronce de un caballo para sustituir a la que bajas de una balda alta del mueble librería, una figura del mismo metal distintiva de la ciudad donde vives; allí, casi nunca la miras. Ahora, a la altura de tus ojos, sientes que te protege, que os protege, detrás de los marcos con fotos de la familia. Tan solo falta el toque de tu cálida vela con olor a canela.
Hasta el sillón nuevo tipo Voltaire, giratorio y con ruedas, cobra finalmente sentido en la compañía que buscas para realizar tus ejercicios literarios. Pero, ¡fíjate, lo has conseguido! Todo encaja. Te invade la satisfacción doble de haber acondicionado con primor tu rincón, superando —en esta ocasión— esa manía tan tuya de enderezar los objetos torcidos al pasar: cojines, cuadros, cuencos, figuras…
Cuando contemplas tu flamante espacio, sientes que la vida que has vivido hasta ahora en él, ha sido tuya, sí, pero en ella permaneciste secuestrada temporalmente. Tu personalidad era prisionera de capas espesas de cansancio, obligaciones, expectativas ajenas.
En este momento en que todo eso ha pasado, te observas satisfecha con la mirada de quien, con el tiempo, avanza cambiando a su gusto el mobiliario de lugar. Sin plazos de entrega. Desplazas cosas de aquí a allá. Es tiempo de cambio de armario; de esconder la inmediatez en el altillo y sacar a la luz el tempo lento.
Cuando surge la oportunidad, como si algo extraordinario sucediera te paras a sentir —con el vértigo de la primera vez— lo que tantas veces aconteció en el camino y, con las prisas, se escapó entre tus dedos. Ahora discurres con calma: te sientas a observar el vuelo de una mariposa bañada por la caricia del sol; te detienes a escuchar el canto de un pájaro en la mañana; te paras en la entrada para aspirar, con los ojos cerrados, la fragancia íntima que flota por la escalera después de la ducha y, la que entra desde el jardín, con la ropa limpia recién tendida; saboreas cómo se derrite una onza de chocolate en tu boca, después de almorzar, mientras te dejas adormecer en el sofá sin importar el día de la semana.
Atrás quedó el apremio de los infinitos asuntos por resolver cargada de razones. El discurrir de tu caudal, alejado de turbulencias, fluye tranquilo. Aunque no puedes evitar el encuentro con el océano, lo harás sin prisa, disfrutando del recorrido.
Este soporte de maceta que ahora te acompaña, el que te hizo aguardar, te recordará cuando te inclines sobre el escritorio, que el resultado de tu espera, un paquete para respirar mereció la pena. Que tu razón para sentirte feliz pueda ser tan sencilla como volver a jugar, ahora con las palabras junto a la planta que sostiene, mientras te dejas llevar como un barco de papel flotando a la deriva.
María José Aguayo
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