ELEGÍA
Finalmente, no fue en abril sino en octubre cuando lo hice desaparecer. Mandé que lo eliminaran.
Durante esos cinco meses, tuve la oportunidad de reconsiderarlo. Sentí alivio de no haber sido aún la causante de su pérdida. Me dio tiempo a acostumbrarme, otra vez, a la idea de que no se iría, de que seguiría conmigo.
Decidí dejarlo correr. No sería yo quien insistiera para que desapareciera.
Y entonces, cuando no lo esperaba, una notificación ensombreció la pantalla de mi móvil. Con el mensaje acabó mi respiro. Mañana vendría a apartarlo de mi vida.
Justo mañana, cuando mi hija cumplía veintitrés años. A ella le entristecía, pero sabía que no podía hacer nada para impedirlo. Mi decisión estaba tomada. Su presencia formó parte de su infancia. Fue su compañero de juegos, junto al columpio.
—Me va bien mañana —respondieron mecánicamente mis dedos, ganándoles la partida a las dudas que abrigaba en mi corazón—. Si no lo hacía ahora, tal vez no lo haría. El indulto había prescrito.
No soy de mascotas, me dan una mezcla de miedo y repulsión. Soy más bien escrupulosa. No tuve buenas experiencias de niña con los perros. Mi madre tampoco. A ella le mordió uno en la pierna un día que regresaba del colegio, y a mí me aterraba el mastín de la sombrerería situada junto a mi casa y la perra de mi tía, que me recibía con furia tras los visillos de la puerta.
Mi madre era de plantas. Cuidaba de nosotros y de sus macetas. Recuerdo los tiestos de pilistras y cintas en la entrada de casa y los geranios en los balcones. De pequeña, me gustaba que me dejara regarlas con el cubo hasta arriba de agua y un pequeño cazo abollado de estaño. Siempre añoró el jardín de su infancia, aquel del merendero cubierto de campanillas moradas. Nos contaba que, en la casa donde vivió, entre otras muchas flores, había Dompedros, las que tanto le gustaban desde entonces.
También en eso me parezco a ella. Me gustan las flores. Al igual que mi madre, yo soy de plantas. Confío en que lo que planto y cuido, brotará.
Desde que me mudé a Sevilla, las dos casas donde he vivido han tenido jardín, con enredaderas o macetas colgantes como las que gustaban a mi madre.
Cuando llegué a mi casa actual, él ya me estaba esperando, como si supiera de mi pérdida. El jardín era perfecto. Lucía los resultados de los cuidados de unas manos profesionales. No sé si fue fruto de un plan paisajista de los dueños anteriores o solo llegó para rellenar un hueco. Lo cierto es que allí estaba. Era un ciprés azul que contrastaba con el verde del césped y con el del seto de ciprés común. Estaba podado con forma geométrica como si fuera un polo cuadrado suspendido sobre el suelo. Una escultura viva, en una esquina del pequeño jardín.
Desde mi llegada, con el tiempo y el cambio de jardineros, fue adquiriendo gran tamaño. Cambió de forma. Se fue inflando cada vez más por la copa. Al mismo tiempo, el seto conjunto —al que superó en altura—, pasó de estar podado recto a ir ganando anchura, abriéndose demasiado en la parte superior. El deterioro fue paulatino. Ocurrió ante mis ojos casi sin darme cuenta.
Una cosa llevó a la otra. Entre ellos apenas había espacio. Al ciprés azul comenzó a faltarle luz por la cara trasera y su copa, buscándola, se derramó sobre el seto común. Desde la terraza se veía como media bola de helado Blue Moon, apoyada sobre un plato de porcelana verde.
Comenzó a perder densidad. Se debilitó hasta extraviar primero el color, después las hojas, hasta que, finalmente, todo su interior quedó seco, convertido en una gran calva encubierta por la cara externa iluminada. Él, que nunca tuvo cara oculta.
Ya casi no era un árbol, solo lo parecía. Medio cascarón frágil, agujereado como un queso gruyere por las regulares entradas y salidas de los mirlos en busca de sus nidos. Pero persistía, tenaz, en ocultar un amasijo de ramas enmarañadas sin vida. El aspecto resultante era tenebroso. Una guarida tan estéril como intransitable.
Cuando quise reaccionar fue tarde. Como árbol ya no valía. Pero tomar la decisión de quitarlo me costaba. Comprendí que ya no era suficiente con podarlo: el tiempo había hecho su trabajo, como la pena hizo conmigo. Para él no había remedio, pero su presencia me decía que para mí si lo había.
Era mi confidente. Me vio temblar. Me vio feliz. Me vio llorar. Siempre abrigó mi corazón, acompañándome a lo largo de veintiséis años. Él cambió al tiempo que yo también fui cambiando. Mi llegada al nuevo hogar no fue dulce. Crucé la puerta del jardín con la pena tatuada en mi piel por la pérdida de mi hermana. Él estaba allí, esperándome. No la borró, pero me abrazó. Yo andaba perdida. La tristeza, en aquel momento, apenas me permitió cuidarlo.
Entonces era madre de un solo retoño de diez años, que dejaba atrás su otro jardín de la primera infancia.
Pasados veinticuatro meses, fue testigo del regalo del embarazo y del nacimiento de mi hija. Después, de la aparición de mis primeras arrugas y, con el tiempo, de los hilos de plata que moteaban mi pelo.
A pesar de su descarnado aspecto —y del mío, que también envejecía—, en su rincón seguía esperándome, como se espera a una amiga. Y yo, la amante de las plantas, hoy se lo pagaba mandando que lo talaran.
—Vaya, qué oportuno he sido. Justo el día del cumpleaños de la niña —dijo Manuel, el jardinero, moviendo apesadumbrado la cabeza antes de empezar la laboriosa tarea.
Primero cortó las ramas con la sierra mecánica. Después cavó con la pala un círculo amplio alrededor, para ir cortando las raíces conforme aparecieran, con pico y hacha.
Haciendo palanca, consiguió mover el tocón. Lo levantó poco a poco, hasta romper las raíces que aún resistían. Su camiseta, empapada en sudor, se pegaba a su cuerpo cuando por fin descalzó el cepellón. Parte del arduo trabajo me lo explicó. Otra parte la vi, con el corazón encogido, escondida tras las cortinas, casi sin mirar. El resto lo escuché, caminando de puntillas por casa.
El jardinero fue el verdugo. Cumplió la sentencia. No le llegó la orden de indulto de última hora. Si existe la pena, alguien tiene que aplicarla. No pudo ser rápida. «¿Sentiría algo…?»
Me consuela saber que, al menos, no ha sido en época de cría.
Al acabar, me acerqué a tocar la superficie lisa de uno de los leños seccionados. Me sorprendió su tacto suave. No rezumaba. Conservaba el aspecto de un cutis luminoso, recorrido aún por la savia. Aunque carecía de anillos, el centro amarillento se volvía anaranjado hacía el borde. En el aire flotaba un leve olor a madera ahumada, que se alojó en mi paladar.
Mi jardín perfecto, ya no lo era. Como yo. Compartimos nuevas cicatrices a la vista.
Sobre la cúspide del seto, en la esquina, como si un gigante se hubiera comido la media bola de helado, ha quedado una marca: medialuna. Una amplia mordedura. Hacia abajo, se abre una rinconera cóncava de follaje muerto, donde antes hubo un seto resistente y longevo. Detrás, el muro de bloques de hormigón —que un día fue blanco— apaga, sucio y desconchado, la lúgubre esquina.
El fresco de las mañanas de octubre en el jardín me invita a desayunar en el interior de la casa. En el salón escojo el sillón orejero, colocado en diagonal, mirando hacia el espacio en el que ya no estás. Ese espacio que crece con tu ausencia.
Me acompañan los ladridos agudos del callejón vecino y la respuesta del coro grave de de ladridos de las casas cercanas. También un mirlo, atento como yo, mira inmóvil hacia el rincón donde, hasta entonces, tuvo su refugio.
Decidí que te desconectaran de la vida. Aunque intentaré paliarlo, nada llenará el tamaño de tu pérdida. Tu hueco reordena algo dentro de mí. Junto a ti, reviví la alegría. Al principio me costó. La tristeza me paralizaba. Ahora no soy la misma, pero puedo sentir a mi hermana sin que al convocarla, mi voz se ahogue con un nudo en mi garganta. Mi llegada no fue dulce, pero ahora me gusta la casa; he vuelto a cuidar las plantas. No tengo dompedros, pero tengo teresitas rosas de cinco pétalos. Pronto iré al vivero a reponer la maceta de mini petunias para que alegre con sus flores la entrada.
Removiendo la tierra en silencio, reparé lo que perdí. La herida ya no sangra.
¿Con quién descansará mi alma cuando vuelva a sentarme sola en el jardín?
Compañero del alma, compañero.
María José Aguayo
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