PALABRA DE CINCO LETRAS
Quedan seis días, veinte horas y treinta minutos. Aunque, en realidad, la cuenta atrás empezó antes, en cuanto me apunté al taller de escritura.
Me faltará tiempo. Busco atajos. Me convierto en fugitiva. Un coctel de posibles huidas recorre los pliegues de mi mente. Me siento perdida. El reloj me empuja. El papel está vacío.
Tal vez pueda volver a usar alguno de los que ya he escrito. Tengo muchos relatos, todos por corregir. He revisado el listado. Al terminar la cena, en la mesa de la cocina, le cuento el que he elegido a mi hija sentada frente a mí, con la cabeza recostada sobre su brazo junto al plato vacío. Está cansada. Pienso en cuando siendo pequeña le leía uno de sus cuentos. Hace apenas dos horas que ha terminado la primera clase del taller. Por los gestos de su cara noto que a ella también le gusta. Aliviada presumo que tal vez lo tengo. «¡Ves!, no ha sido tan difícil». Entonces me mira con ternura, sonríe y, después de bostezar, con voz suave y alentadora, sin levantar la cabeza del brazo me dice:
—Mamá, es verdad, este está bien, me gusta, pero ¿no te parece que eso es un poquito de «culicagada»? ... Vamos, que tú puedes hacerlo. Inténtalo al menos, escribe algo nuevo.
Me quedo mirándola pensativa: «¿Y ahora, ¿quién es la madre y quién es la hija? Tiene razón. Voy a intentarlo. ¿Qué sentirá ella con el pincel en la mano cuando tiene en el caballete el lienzo en blanco?»
Desde que conozco el límite de tiempo, mi cuerpo ha empezado a hablarme, y yo le respondo. La misma charla de siempre en estos casos. Por la noche me cuesta coger el sueño. Inquieta doy vueltas entre las sábanas. Al despertar por la mañana, todavía tumbada en la cama cierro los ojos con fuerza, intentando engañarme: sé que no volveré a dormirme. Recorro con la yema de los dedos mi piel. Conozco los puntos exactos a donde tengo que acudir: una en la esquina derecha superior de la frente junto al nacimiento del pelo, otra bajo el arco del labio inferior, la tercera en el lado izquierdo de la barbilla por donde empieza a desdibujarse el contorno de mi cara; tengo más por brazos y piernas; pequeñas lesiones que me hago al rascar los barrillos y las picaduras de mosquitos. Aún no me he cortado las uñas. Vuelvo a quitarme de manera compulsiva las postillas frescas del último rastreo. Poseo todo un mapa de marcas. Me levanto con algún resto de sangre en los dedos, puedo olerlo. En la primera visita al baño me descargo por completo.
Después del desayuno regreso al bucle. Me faltará tiempo.
Un kilo de tomates de pera maduros y rojos cortados en dos, un diente de ajo sin simiente, un pimiento verde cortado en trozos, limón, mis cuatro pellizcos de sal, un buen chorro de aceite de oliva virgen extra y ocho cubitos de hielo. Al colocar la tapa y activar el temporizador digital, este mucho más corto —nueve minutos y medio—, le hablo apresurada al móvil:
—¡Oye, Siri!
—Mmm…
—Pon un temporizador de quince minutos.
—Quince minutos a partir de ahora —me responde con su voz cálida y servicial.
Otro recuento. Este para cocer dos huevos.
Me inquieta el descuento que finaliza el viernes a las cinco. Me faltará tiempo. Es inútil desoír entre el ruido de ideas sin sentido que acuden en tropel a mi cabeza, una voz interior, crítica y mordaz diciéndome: «no podrás hacerlo» «¿Y si tiene razón, si esta llamada no es para mí?» Con las manos mojadas cojo el trapo tan húmedo que no seca, pero lo uso de igual manera. Voy al salón por el cuaderno y vuelvo a la cocina.
»¡Anota! ¡Vamos! ¡Piensa! ¡No puede ser! ¡Lo he olvidado! ¡Tengo que encontrar algo! ¡He podido otras veces! ¡Confía!
El motor del robot de cocina ruge a máxima potencia. Mi mano húmeda corre descontrolada sobre el cuaderno. Inclinada sobre la encimera, emborronando el papel, no le oigo llegar. De pronto, unas manos me agarran la cintura por la espalda. Pego un salto y ahogo un grito.
—¡Qué susto me has dado!
—Perdona mujer, te he avisado de que estoy aquí —me dice mi marido con sonrisa de déjà vu intentando devolverme la calma. Entra a decirme que sube a ducharse. Encogida de hombros, con un movimiento leve de cabeza, le muestro primero el cuaderno y después el robot de cocina.
Mientras tanto, el agua arrancó a hervir sin que me diera cuenta. La alarma de los quince minutos también avanza. Los huevos XL se han roto. Una capa de clara sólida hace de tapadera del pequeño cazo. Al menos esta vez no tendrás que rascar como siempre la costra blanca de agua salada sobre la placa negra.
Y entonces, acude a mi memoria el recuerdo de mi abuela Esperanza. Trata de decirme algo, pero el ruido de tantas alarmas me despista y apenas me paro a escucharla. Su rumor sosegado sigue ahí, esperando el momento para alcanzarme.
Han pasado diecisiete horas y media desde que ayer viernes comenzó la cuenta atrás. Ahora son las dos del sábado. Dejo de poner temporizadores. Hago del enemigo mi aliado. Abandono la huida. Ya no soy una fugitiva. Después de terminar el gazpacho y recoger, me siento a escribir lo que comencé a amasar sin rumbo ni dirección en mi cabeza. Organizo mis caóticas anotaciones. Consigo reunir más de quinientas sesenta palabras, creo que con sentido. No me faltará tiempo. Y estoy entretejiendo algo nuevo. Podré contarle a mi hija un cuento recién horneado. No seré una «culicagada». Voy por la mitad del tope requerido para la tarea.
Hubiera querido empezar el taller on line de relato con la foto de mi abuela sobre el escritorio, como talismán de confianza. Si me mirara desde el marco, quizá no olvidaría que ya he sabido empezar otras veces, aunque de nuevo crea que no podré. Tras una búsqueda fatigosa entre álbumes, cajas y marcos, no la encuentro. Sé que la seguiré buscando. La memoria insiste en abrirse paso, y en ella aparece su ritual sereno y paciente. Ha llegado el momento de pararme a escuchar mis recuerdos.
Cuando era niña, en los días que no había colegio, me acercaba hasta su casa por la mañana antes de que se arreglara. Me gustaba observarla mientras lo hacía sentada entre los dos balcones que daban al Tajo, frente al aguamanil de loza marcado por las cicatrices del tiempo: grietas, desconchados, la pintura de las flores desgastada.
Me tranquilizaba saber qué iba a ocurrir, paso a paso, con antelación. Recuerdo el olor íntimo del agua. La espuma densa que dejaba la pastilla de jabón flotando en la superficie. Me parecía mágica la largura de su pelo plateado antes de recogerlo en un moño bajo con horquillas. Luego colocaba un par de peinecillos a los lados de su raya y, yo pensaba: «¿será por eso por lo que prefiero la raya al lado?».
Con mirada infantil, la contemplaba encandilada en dos planos: el real y el reflejado en el pequeño espejo enmarcado en plástico. Para terminar la ceremonia, empolvaba su cara con la polvera de Maderas de Oriente. Su mirada gastada seguía siendo hermosa con aquellos grandes ojos verde aceituna. A veces, cuando acababa de acicalarse, íbamos a la plaza de abastos donde me compraba bolas de anís en mi puesto favorito, el de las especias.
Su ritual de arreglo, lento y paciente, es el recordatorio de quien confía en que cada día puede recomenzar. Escribir también es un ritual y, aunque me tiemble el ánimo y el pulso, puedo repetirlo como ella repetía el suyo. Sobre el escritorio, eso hago. Escribo palabras una detrás de otra, como ella colocaba las horquillas en su moño.
Palabra de cinco letras. Responde a mi aprensión de no conseguir realizar la tarea, escribir un relato correcto, ante un público desconocido, a tiempo para el taller.
¿La habéis adivinado? La palabra es —«M I E D O»—. Como si cada vez que escribiera fuera la primera. «¿Se me pasará alguna vez? ¿A vosotros os pasa?»
Tal vez por eso sigo buscando la foto de mi abuela porque en su mirada cabía todo menos miedo.
María José Aguayo
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