RELEVO
—Pero, ¡qué demonios! ¡Mojarás el suelo! ¡Si alguna prenda se cae, se manchará! —Había recorrido el perímetro del atelier, con el paraguas goteando, buscando un paragüero.
Cuando Selena llegó al centro comercial, el cielo estaba haciendo su propia colada. Las nubes tendidas —teñidas de color tierra—, goteaban barro.
Los bríos del primer día le hicieron olvidar que tenía que haber dejado el paraguas en el coche.
—¿Y tú quién eres, si puede saberse? ¡Esto es el taller de costura! ¡Has entrado por el probador! —volvió a hablar Isabel con la voz enronquecida.
Con los ojos entornados, acentuando su marcado entrecejo, conseguido tras una amplia trayectoria de mal genio, la había recorrido de arriba abajo. El resultado de su evaluación negativa estaba otorgado de antemano.
—Soy la nueva. Me llamo Selena. —Con la frente perlada de gotas de lluvia, dominaba su nerviosismo exhibiendo una amistosa sonrisa. Al mismo tiempo no podía retirar la mirada del pecho de Isabel. Sobre él, colgando de una cinta de algodón verde, llevaba suspendidas, a modo de exótico colgante, unas tijeras de garza. El dorado de los anillos, casi borrado por tantos años de uso, brillaba bajo la luz led del techo. En el bolsillo superior de su bata asomaba la pareja: unas tijeras más pequeñas, también de garza.
—¡Dios mío! Cada vez me las mandan más tontas. ¿De dónde has sacado ese nombre? Deja, no hace falta que me lo digas. Cuando me vaya el taller se irá a pique —comentó negando con la cabeza.
Eran las nueve de la mañana. El centro comercial abriría sus puertas al público en una hora.
Para comenzar su nuevo trabajo, Selena empezaba en el turno de mañana junto a la compañera más veterana. Sabía que a esta le quedaban apenas tres meses para jubilarse. Pensaba que había tenido mucha suerte. Podría aprender mucho de ella.
No había empezado con buen pie, pero haría todo lo posible por mejorar la mala impresión que seguro le había causado con su torpe entrada. Se agachó al suelo. Al sacar todos los pañuelos de papel que llevaba en el bolso para limpiar los goterones de barro, parte del contenido del bolso se derramó: monedas, llaves, móvil, un pintalabios y una barrita energética mordida.
—Pero ¡qué haces, niña! Quita, lo estás empeorando. Llamaré a las compañeras de limpieza. Si estás aquí, es que tienes la certificación necesaria para el trabajo —que no imagino cómo has conseguido—. Otra cosa es que sirvas para esto. Pero eso no es asunto mío. Eso es cosa de la empresa. Para despedirme me ha tocado la china. Compartiremos por poco tiempo espacio de trabajo. Me gustan las cosas claras desde el principio. Si respetas mi zona, mis utensilios de costura, que no usarás bajo ningún concepto y, los plazos de entrega, no tendremos problemas. Dos mesas enfrentadas, de madera, delimitaban ambos sitios personales.
—Esa de ahí es la tuya —Isabel le indicó señalando con las puntas alargadas de sus tijeras la mesa que tenía el probador a la espalda. Como Selena solo miraba hipnotizada las hojas cerradas de las tijeras tropezando fue a sentarse en la mesa que no era.
—Esta no, esa. —Le indicó con la cabeza. El resoplido de Isabel sonó a bufido. Después se sentó en el duro asiento de madera, con ruedas y de respaldo bajo. Allí pasaría su jornada dejando sus nalgas planas y su cintura envarada, mientras sus manos expertas —ya cansadas— regresaban a ensanchar, acortar y ataviar momentos de las vidas de quienes acudían al mostrador siempre con prisas… una clientela variopinta que todo lo necesitaba con urgencia: el bautizo, la cena, la boda, ¡son este fin de semana!
Sobre la mesa, a la vista, no olvidó colocar el móvil, que miraba con inquietud cada poco. Vivía con su madre, de avanzada edad, enferma de cáncer, solo se tenían la una a la otra. Mientras trabajaba, tenía contratada a Mercedes, una vecina, para que la cuidara. Enfrente la nueva —que no borraba la sonrisa de su cara— esperaba que le indicara qué hacer.
—Empieza por la plancha —le dijo Isabel, así dejaría de verle la cara un rato. Selena se giró. Cuando estuvo de pie, de espaldas a su compañera, cerró los ojos para aspirar el olor terroso de los hilos y los tejidos naturales del algodón y el lino mezclados con el aroma artificial del poliéster, reavivados por el calor de la plancha. Nubes vaporosas de vaho humedecían su rostro al presionar las prendas contra el muletón tostado. Rodeada de mostrador y percheros por tres flancos, en aquella pecera sin cristal y sin agua, acompasada por el redoble de los pespuntes de la máquina de coser de su compañera, dejó que su mente iniciara el vuelo. Trabajaría en el atelier el tiempo suficiente para coger soltura. Luego, contando con los ahorros que consiguiera, privándose de más de una salida con las amigas, continuaría confeccionando su propia ropa —costumbre iniciada en la adolescencia—, no le gustaba comprar en plataformas de moda fast fashion como hacían casi todas ellas. Con la ayuda de sus padres y seguramente algún préstamo bancario, estaba decidida a buscar un pequeño local para iniciar su vuelo en solitario como modista de eventos. Desde que estudiaba en el instituto no había parado de dibujar patrones que, en sus cuadernos se perdían entre ecuaciones y comentarios de texto. Siendo motivo de no pocas llamadas de atención porque Selena persistía en diseñar borradores durante las explicaciones de clase.
Estaba tan excitada que pensó que cualquier persona cercana podría escuchar los latidos de su corazón desde fuera. Cada vez estaba más cerca de conseguirlo y eso sin haber dado aún la primera puntada en su nuevo trabajo.
Mientras la joven soñaba con su futuro, a su espalda, la veterana dejó que los recuerdos se colaran entre las costuras. Regresó a la habitación de su infancia, donde la tele en blanco y negro compartía espacio con la mesa del comedor y, una vez por semana, con la modista que ayudaba a su madre enfermiza. Aquella mujer, siempre cubierta de hilos, le dejaba dibujar con el jaboncillo sobre retales y cartulinas. Fue entonces, casi sin darse cuenta, cuando Isabel comenzó a descubrir su vocación.
Un verano después de hacer un curso de corte y confección lo terminó de tener claro. Su madre le regaló un precioso juego de tijeras de garza, la grande para cortar tela y la pequeña para cortar con precisión los hilos en labores más delicadas. Las circunstancias de la vida truncaron su sueño de ser su propia jefa. Urgía su sueldo en casa. Surgió la oportunidad de trabajar en el atelier del centro comercial y, tras treinta y siete años de servicio, en dos meses y medio se jubilaba. La llegada de Selena esta mañana la tenía removida. «¿Qué había hecho con su vida? ¿Por qué abandonó su sueño?»
Al finalizar la jornada apenas habían cruzado palabras. Tan solo los mandatos de Isabel para que Selena acudiera a atender al mostrador, indicarle el armario de los arreglos para entregar y otros asuntos de índole prácticos.
Así transcurrieron dos meses, durante los cuales Selena no perdió la sonrisa. Tampoco el magnetismo que sentía por las tijeras de su compañera, cada vez que les quitaba la funda a las hojas y la garza comenzaba a abrir y cerrar su pico. También la observaba a diario masajear sus nalgas y cintura para desentumecerlas. Siempre con cuidado de que Isabel no se diera cuenta. Esta se hacía la distraída, pero controlaba todos sus movimientos hasta que salían de la «pecera». Además, Selena anotaba mentalmente el desempeño y las técnicas que su compañera utilizaba con habilidad y maestría.
Le sorprendió el día que, con toda naturalidad recortó, sin que le temblase el pulso con sus hermosas tijeras, el bajo de un vestido largo con un poco de cola. Subida en una plataforma elevada para apreciar mejor la caída de la prenda, permanecía la clienta —madre del novio en una boda—. Mientras, Isabel, rodeándola en cuclillas, fue cortando, con precisión de hada madrina, el sobrante de tela que, al caer al suelo, dibujó un círculo perfecto, como los que trazan las gimnastas de gimnasia rítmica con sus cintas.
Isabel, por su parte —que no esperaba nada de ella—, durante este tiempo comprobó impresionada, la gran valía de su joven compañera. Notaba, orgullosa,cómo la escaneaba con la mirada para absorber las técnicas que había desarrollado con la experiencia de décadas. Se dio cuenta pronto de que era un ave de paso en el centro comercial. Desde que llegó, trataba las prendas con tal mimo que los sueños de su corazón se volvían transparentes. Entregaba los arreglos impecables a una clientela que volvía satisfecha. Adquirió gran destreza sin dificultad con las tijeras. Poseía habilidad y desenvoltura para entender y asesorar durante las pruebas… Todo lo observaba, aunque se lo guardaba para ella.
En cierta ocasión, al salir del probador, se quedó parada tras la cortina. Selena visitaba lo que parecía una página de alquiler de locales en su móvil. No era la primera vez. Un estremecimiento, leve pero certero, le recorrió la espalda. Reconoció como propia la sonrisa de Selena hace años en su cara. Tendría edad para ser su hija; la hija que tanto añoró y que nunca tuvo.
Un día que se ausentó para llevar al médico a su madre, Selena sacó del bolso un trozo de papel de patronaje que había traído de casa. Alargó la mano, conteniendo el aliento, para coger las tijeras grandes que su compañera, preocupada, olvidó sobre su mesa. Estaba absorta recortando el papel, observando como la garza cantaba abriendo y cerrando su pico, cuando la presencia de Isabel la invadió por la espalda.
—¡Creí haberte hablado claro el primer día! —Con la mirada clavada en sus ojos, de un tironazo, le quitó las tijeras—. He olvidado las gafas con las prisas. —Solo entonces se borró del rostro de Selena la sonrisa.
No obstante, pasó toda la noche cosiendo en su casa y, al día siguiente, se aseguró de llegar la primera al taller. En el centro de la mesa de Isabel colocó un abultado paquete envuelto en un bonito papel de regalo. Cuando esta llegó, Selena le indicó con un delicado gesto de sus manos que lo abriera. Una sonrisa tímida había regresado a su cara. Isabel se sentó. Se sentía desubicada. Lentamente, para no romperlo, fue retirando el papel. Ante sí tenía un primoroso y mullido cojín con respaldo para su rígido asiento. Quería que Isabel estuviera cómoda los últimos días de sus jornadas de trabajo.
—Permíteme que lo coloque. —Lentamente Isabel se incorporó y se hizo a un lado. —Pruébalo, por favor. Casi sin apenas mirar se dejó caer lentamente, cerró los ojos y una lágrima resbaló por su mejilla.
—Vamos a la faena. No tenemos tiempo que perder. Aún tengo trucos de costura que mostrarte, antes de que me vaya —dijo Isabel con la voz entrecortada.
Cuando Selena llegó después de dos semanas al atelier, encontró el cojín que le había hecho a Isabel colocado en su asiento con su nombre bordado. Sobre él había un paquete de regalo. Lucía, su nueva compañera se encogió de hombros:
—Estaba ahí cuando llegué —. Le animó con los ojos: «¡Ábrelo! ¡Venga!».
Selena tomó asiento, suspiró llevándose el obsequio hacía el pecho. Luego, con delicadeza, retiró el envoltorio. Entre sus manos sostenía las tijeras de garza de Isabel, con las hojas protegidas por fundas de cuero nuevo y su nombre, Selena, repujado.
Junto a ellas, una nota:
Sí, son tuyas. Sé que te gustan. Yo ya no las necesitaré.
También sé que encontrarás el local para montar tu propio taller. En cuanto puedas, vuela tras tu sueño.
Yo también quise tener el mío, pero me conformé… y ya ves en lo que me he convertido.
Hacía tiempo que nadie me cuidaba. Gracias por estar ahí.
—Isabel.
De manera inconsciente, Selena introdujo los dedos en los anillos... y echó a volar la garza.
María José Aguayo
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