¡AGÁRRATE A LA BARRA!

Y de pronto, llegaba un día en que la enorme Olivetti, incansable entre semana, dejaba por fin de sonar. El despacho quedaba en silencio, vacío y cerrado. Era domingo y la Alameda nos esperaba.

Mayores y pequeños, en familia, lucíamos nuestras mejores galas, la ropa de domingo. En invierno, mis delgadas piernas se perdían enfundadas en unos gruesos leotardos —casi siempre con alguna puntada en las rodillas tras el estreno—. Llevaba el abrigo de paseo y aquellos guantes y bufandas de colores que, en alguna ocasión, no regresaron conmigo a casa.  

            Nada más entrar, a la izquierda de la puerta principal, nos recibía Rafael, el barquero, con su boina negra calada de medio lado, el cigarro en la comisura de los labios, y ese grito con voz rugosa que me hacía vibrar:

            —¡Agárrate a la barra! 

Con él comenzaba siempre la entrada al paraíso. 

            Comenzaba la liturgia. Sin necesidad de pedirlo, hacíamos la primera cola de la mañana para subir a una barquita artesanal de madera, con asiento para dos pequeños pasajeros, sentados cara a cara. Allí me balanceaba, mecida por sus cuerdas y poleas.  

Enfrente, prometiendo día de caramelos, se encontraba el carrillo al descubierto con la joven María y su madre, erguida como un junco y vestida de luto, con gafas de montura plateadas y un delantal de cuadritos blancos y negros. Permanecían detrás de un gran canasto de mimbre marrón, apoyado sobre unas patas. La mercancía, dispuesta en racimos, reunía tabaco y cartuchos de celofán transparente rellenos de frutos secos, anises y garrapiñadas, entre otras coloridas chucherías. Nunca faltaba el lebrillo de barro lleno de altramuces, para mi paladar infantil, el manjar de la casa. Junto a él, la sal y una tira de cartuchos de papel gris de estraza —el de las carnicerías— con forma de cono, encajados unos dentro de otros. Cuando era pequeña tocaba compartirlos. Más adelante, ya sola con las amigas, si había juntado algún dinerillo, a veces conseguía degustar uno de los grandes —el de dos pesetas— para mí sola.      

            Suelta de manos, en el paseo de en medio, corría y saltaba detrás de las palomas. También paraba a reposar emociones; entonces, llegaba el momento de sentarnos en uno de los bancos de piedra para darles de comer, si el tiempo acompañaba. Al final del paseo, los balcones siempre abiertos a la corriente fría del Tajo podían ser la causa de un buen resfriado. 

Hacia la mitad, cuando llegábamos al templete de los músicos, pedía permiso para subir. Crecida de repente, me asomaba desde las alturas de mi castillo y observaba los dominios de mi paraíso. Al bajar, continuando en línea recta, enfilábamos hacia los escalones de la casa del guardia. Delante nos recibía la fuente del angelito con el chorro de agua manando desde su mano en alto. Allí nos parábamos a mirar cómo nadaban los peces de colores del estanque, rodeados de pilistras. 

La siguiente parada era muy divertida: tocaba visitar a Pancho, con su jaula soleada pegada a la pared encalada de la casa del guardia. Un mono que nos entretenía con sus gracias y, con ellas, se ganaba los cacahuetes, que cogía al vuelo de un público risueño y entregado. En alguna ocasión, un supuesto «mono de los de fuera de la jaula» hacía su gracia; con pena vi cómo le lanzaban un cigarrillo encendido al de verdad, que lo fumaba.   

A continuación, les tocaba el turno a sus vecinos, los patos. Me encantaba su casita blanca, con tres puertas abiertas y tejados verdes a dos aguas. Tenía justo el tamaño que yo necesitaba, como si me la hubieran hecho a medida. Soñaba ilusionada con poder entrar algún día en ella, aunque el sueño se desvanecía pronto por el mal olor que desprendían. 

Era el momento de volver a sacar la bolsa de pan duro, guardado durante la semana en la panera, para darles de comer la parte que habíamos reservado después de alimentar a las palomas. A veces tenían suerte. Guardaba algunos altramuces para echárselos, haciendo un gran esfuerzo por no comérmelos; les gustaban mucho. 

Los patos blancos eran mis preferidos. Si encontraba alguna de sus plumas, blancas como el armiño, solía agacharme a recogerla. Con ella me acariciaba y me hacía cosquillas en la cara. Un domingo, conseguí una pluma de pavo real de la jaula grande de al lado, donde más de una vez esperé con la cabeza apoyada y la alambrada marcada en la frente, como una corona, que desplegara su fastuosa cola y se pavoneara delante de su discreta compañera, la pava.   

En aquel espacio, junto a otra de las escaleras de acceso al recinto, estaban los columpios de hierro verde algo oxidados. El tobogán era muy alto y empinado. Hubo un tiempo en que, cuando estaba sentada arriba para tirarme, sentía una mezcla de excitación y miedo. El corazón me palpitaba muy deprisa, aunque mi padre me esperara animándome abajo. Recuerdo que una vez estuvo roto. Tenía un siete levantado, enmohecido y peligroso, como una lata de conserva a medio abrir que debía esquivar con cuidado para no hacerme daño ni enganchar los leotardos antes de sentarme. Estaba muy frío, de nuevo la corriente helada llegando desde los balcones cercanos del Tajo.

Como era muy canija, en el subibaja necesitaba la ayuda del empuje de mi padre para que se moviera y no quedarme arriba con las piernecillas colgando.

Pero mi preferido, el que más me gustaba, era el columpio tradicional. Aquí de nuevo había que hacer cola; el número de columpios era insuficiente para tal cantidad de niños en una mañana de domingo. Recuerdo alguna vez a mi padre disputarlos a la carrera para conseguir que yo me subiera. Primero no alcanzaba a sentarme y me empujaba para que el columpio se moviera. Después, dando saltos, conseguí sentarme sola y remontar sin ayuda. Estiraba mis piernecillas bien juntas cuando iba hacia adelante y las flexionaba con fuerza para subir más alto cuando iba hacia atrás. La foto del momento que guardo en mi memoria es una gran sonrisa, las mejillas coloradas y las arrugas de felicidad en torno a mis ojos brillantes.

Para terminar, bajábamos los escalones gruesos de piedra gris hacia nuestra última parada. Al pasar por la fuente había pausa obligatoria: poner el dedo para dirigir el chorrito y presionarlo para que subiera más alto fue una operación que perfeccioné conforme cumplí años. Nos dirigíamos hacia el final de la Alameda para ver a los ciervos. Aún recuerdo el alborozo de la vez que cambiamos el orden del itinerario porque mamá cierva había tenido un cervatillo —al que, por supuesto, llamamos Bambi antes de conocerlo—. Lo encontré, como esperaba, arropado por su madre, con su peludo abriguito marrón claro moteado de blanco bajo la protectora y atenta mirada de su majestuoso padre, coronado con sus astas ramificadas como si llevara un arbolito en la cabeza. 

Agarrándome a la barra me hice mayor. El paisaje de mi infancia es, sin duda, la Alameda del Tajo. Aquellas mañanas de domingo, los dedos de mi padre dejaban de tamborilear el teclado de su enorme Olivetti para llevarme de la mano, hasta el sitio de mi recreo. 

 

María José Aguayo


Imagen tomada del muro de Facebook del grupo: Ronda a Diario y Nuestra Serranía

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