CIFRAS Y LETRAS

         

Ahora que el tiempo me da tregua, miro atrás y trato de entender por qué desaparecí. Estoy casi segura. Mis dudas corrosivas me condujeron demasiadas veces al silencio. Perdida en medio del caos, del ruido, de las prisas de la vida, esclava de mil y una obligaciones, avanzaba como un autómata tras las manecillas del reloj. No vi venir el desplome de mi propio castillo. Dejé de jugar. Cuando quise darme cuenta, no encontraba el camino de vuelta. Y llegó el día en que no sabía bien quién era. Me alejé demasiado de la patria de mis sueños. 

 

—Buenos días. Llegó el pedido. 

—Gracias, paso para recogerlo.  —Es la primera parada de mis recados del día

Desde hace poco más de un año recibo este mensaje en el móvil de María Luisa, la de la herboristería donde, cada noventa días —número de comprimidos del envase—, encargo el complemento que mantiene a raya la relación calmada entre mis neuronas. 

Provengo de una familia de nerviosos: padre nervioso, madre nerviosa. Yo misma, desde pequeña, he tenido mis propios episodios de nervios. Vestida con el uniforme lloraba sentada con las piernas colgándome en la silla y el estómago encogido el primer día de colegio. Mi madre trataba de endulzar aquel malestar —tan bien conocido por ella—, con sus caricias y una tacita de manzanilla azucarada. 

            —¡Hola! Vengo a recoger la GABA.

         —¡Qué rápida! Ya me gustaría que todos mis clientes vinieran tan pronto como tú a recoger sus pedidos. Perdona, el miércoles, con la que cayó, fue imposible que hubiera reparto. 

         —Tú haces el pedido nada más que te lo encargo. Yo igual: en cuanto me avisas que ha llegado, vengo a recogerlo. —No es la primera vez que repetimos esta conversación; empieza a ser un clásico. Le pago y le devuelvo la bolsa de plástico en la que mete el bote. Esta vez no me ha preguntado si la quiero.

         —No me hace falta, gracias. Vamos a cuidar el medioambiente. —Entonces, con cierta prisa, sale de detrás del mostrador. Espero y la sigo con la mirada. No sé si su actuación tiene que ver conmigo. 

Al momento vuelve y me dice:

         —Toma, una vela con aroma a miel, para que la enciendas en los días espejo.  —Con cara agradecida, a la vez que, de circunstancias, pienso: «¿Qué será eso?»

         —¿Qué son los días espejo? —pregunto, encogiendo un poco la postura por la vergüenza de no saberlo, en medio del ambiente esotérico y aromático que desprende el establecimiento.

         —El 11 y el 22 —me responde, mientras nos despedimos con amabilidad, como siempre; hasta dentro de noventa días, más o menos. Su respuesta me sabe a poco. Estoy decidida a encenderla, pero antes, quiero conocer su significado. 

Me encanta encender velas en casa. Sobre todo, las aromáticas. También las prendo en el jardín, por la noche, en verano. 

Mi siguiente parada de recados del día es IKEA: necesito algunos artículos del departamento de orden en casa. Aprovecharé para buscar un portavelas; la que me ha regalado María Luisa es de las finas y alargadas, y de ese tipo no tengo ninguno.

 

—Señorita, ¿las flechas están al revés? —ese es mi nivel de orientación…, estaba haciendo el recorrido en el sentido contrario al indicado por el establecimiento. 

—No, señora, las flechas no han cambiado.

—…Mmmm, ah, ya. La que está al revés soy yo —me quedé pensativa, mirándolas. Soy testaruda y, para mí, estaban al revés dijera lo que dijera.

Pregunté a varias empleadas más. Anduve por el laberinto perdida, en sentido contrario a las flechas. Volví a recorrerlo —a pesar de las indicaciones— repitiendo espacios por los que ya había pasado, como un hámster en su rueda. Volver a perderme en IKEA era un juego que tampoco me gustaba, aunque sabía que también encontraría la salida. Tal vez necesitaba un par de zapatos rojo rubí, brillantes que me condujeran por aquel camino, como hicieron los de Dorothy por el de baldosas amarillas. Como ella, no pararía hasta cumplir con mi deseo de regresar a casa. 

Tardé en encontrar a la Bruja Buena del Norte, la que por fin me ayudó a salir de mis intrincados pasos, pero no me di por vencida y lo logré. Con tenacidad llegué hasta la “candelería”. Cuando después de todo lo que me costó, me marchaba decepcionada por no encontrar el adecuado, confundido entre el blanco de la estantería, vi uno de cerámica con un asa, tipo palmatoria. Al fin di con él. Y con la salida también: estaba justo al lado.

         Nada más llegar a casa, solté la bolsa. Sin sacar los artículos, impaciente y curiosa, me dirigí al escritorio. En el buscador de Google tecleé: números espejo. No podía esperar más para saber de ellos. Detrás de la palabra numerología encontré escondido a Pitágoras y sus enseñanzas del significado espiritual de los números para entender, con sus vibraciones secretas, el universo. 

         No voy a mentir, me sentí intrigada. ¿Y si los números podían decirme algo sobre mi paradero? Tomé nota apresurada de algunas de las cosas que leí y no me pude resistir a calcular mi número de vida: el 4.  Ante mí se desplegaron los cuatro elementos­ ­—tierra, aire, fuego y agua—, las cuatro estaciones —primavera, verano, otoño, invierno—, los cuatro puntos cardinales —norte, sur, este y oeste—… Quizá también pudiera encontrar mi norte.

        Mientras leía, no podía evitar sonreír: por eso me gusta el aire libre, por eso necesito sentir la tierra bajo los pies, pensé. Me reconocí en algunos rasgos —la testarudez, la resistencia a los cambios—. Sin embargo, no encontré mis fugas de la realidad, esas que me permiten seguir soñando. Quizá la luz de la vela también ayudara a los números a despejarme el camino de vuelta a casa.

 

Durante la comida saqué el tema. Les conté a mi marido y a mi hija que hoy me habían regalado en la herboristería una vela para que la encendiera en los días espejo —11 y 22—, números maestros de la numerología.

—¡Mamá…! —saltó como un resorte mi hija, de 23 años. Supongo que temía, por mi condición ociosa, que me fueran a interesar estos derroteros esotéricos tan alejados de su mente racional. Y eso que no le conté prácticamente nada de lo que averigüé en mi interesante búsqueda. 

También les conté que había hecho uso de mi sentido arácnido de la orientación, preguntando a una empleada si las flechas estaban al revés, a lo que mi marido respondió, jocoso:

—En este mismo momento hay una trabajadora de IKEA contando a su familia mientras come: ¿«Sabéis lo que me ha pasado hoy…?, una clienta me ha preguntado si están al revés las flechas» —los tres nos reímos, y yo no podía evitar sentir que, con este juego de números y flechas, me divertía más de lo que esperaba.    

Era jueves. Seguimos charlando mientras comíamos y acordamos la hora de nuestra cita en familia el domingo. Viajaríamos en el tiempo. Por cierto, yo, hasta los 22 años, —otra vez el 22, el Maestro Constructor y su capacidad de transformar los sueños en realidad—, no se lo diría a mi hija; no quería preocuparla de nuevo. Durante un par de horas, como en un sueño, después de cuarenta años, imaginaría que volvía a tener la edad de cuando vi por primera vez la película.   

Llegó el domingo y fuimos a ver, por el 40 aniversario, Regreso al futuro. El protagonista, el 5 de noviembre de 1985, viajó treinta años atrás hacia su pasado; yo, el 3 de noviembre de 2025, viajé cuarenta años atrás hacia el mío. Retrocedí hasta la universidad de Málaga para estudiar 4º de Pedagogía, vivir en un piso de estudiantes, volver a casa por vacaciones y alisarme el pelo cada vez que me lo lavaba. Tenía que regresar para aprobar las oposiciones, casarme y formar mi familia, y mudar mi hogar a Sevilla. Y regresaría al futuro en dos horas, pero ahora tocaba disfrutar brevemente del Número Maestro y hacer realidad el sueño de volver a tener 22 años, cuando aún no andaba pérdida.

Tras mi regreso al futuro pensé en los números espejo. Yo ya había pasado encendiendo las velas de mis cumpleaños: por el 11, el 22 y, por el laberinto de espejos deformantes, el 33, el 44, el 55… Para el siguiente cristal todavía me falta. A pesar del vértigo de la velocidad, entre espejo y espejo, me acompaña la sensación de que mi alma no envejece, y empiezo a reconocer mi luz en el sendero.

Ahora soy del pelotón de las mayores. Aun así, me resisto, pensando que soy «de las menores de las mayores». Y, aunque no era dada a contar batallitas, revelo mi edad como corresponde: relatando melancólicas escenas cotidianas.

 Desde la jubilación, mi mente y mis mañanas están tranquilas, descanso sin culpa. Con tiempo para esperar, he encontrado el camino. Secuestrada en la crisálida, me fui perdiendo. Mi corazón necesitaba desplegar sus alas y volar libre. Por fin me siento como en casa.

Soy de letras. En el colegio, entender el mundo de los números me costaba, aunque se me daban bien las cuentas. En la actualidad, amo a la niña en que me estoy convirtiendo. He vuelto a jugar. ¿Con qué juego?, con las palabras. Seguiré encendiendo velas aromáticas, tanto en días espejo como en los demás, celebrando que volví a mí. He conseguido hacer las paces con mis sombras. Fabrico mis propios conjuros, como hechizos para espantar mis miedos. Jugando, nada me asusta.

¿Qué sería de todas las cifras sin las letras para explicarlas?

 

 

María José Aguayo

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