VIRUTAS DE NOGAL Y ENCINA
Tras el verano, Valentín comenzaba a echar en falta la manga larga al terminar la jornada en la huerta. Por las veredas, el viento alzaba en danza una hojarasca amarilla, marrón y roja.
Ahora que José volvía al colegio, no lo tendría enredando entre las matas. Necesitaba estar solo. En plena posguerra, sin dinero, tallaría con sus manos su regalo de cumpleaños.
Del nogal de la parcela tomó la madera para los escaques y figuras negras; de la encina centenaria de la dehesa, que partió la tormenta, cogió lo necesario para las blancas.
El curso anterior, Don Diego, el maestro, llevó su ajedrez a la escuela. Cada día, veía cómo José ejecutaba el jaque pastor, dejando boquiabiertos a sus compañeros. A todos menos a Francisco, que se convirtió en contrincante de partida diaria.
Cincuenta años después, cuando las campanas de San Juan habían doblado ya por su amigo, continúa jugando junto a la ventana que da a la huerta. Frente a él, su nieto Ángel sonríe al repetir el jaque pastor. José se deja ganar fingiendo sorpresa. Sobre el tablero de nogal y encina que talló su padre, las piezas de tres generaciones siguen en movimiento, latiendo contra el olvido.
María José Aguayo
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