POCIÓN DE BRUJA 

 

Alcachofa, cola de caballo, diente de león.

 

Junto a la rústica cabaña hecha de troncos retorcidos, entretejidos de un modo imposible de conseguir por manos humanas, se oye el incansable borboteo de la poción y el crepitar del fuego bajo el caldero humeante. El efluvio de la cocción —una mezcla de resina, madera y plantas— llega hasta el camino desde un rincón oculto del bosque, impregnando todo el sendero. 

Entre las sombras, un rayo de sol se filtra e ilumina parcialmente la figura —delicada y fuerte a la vez— de una mujer, Sylvia, la hechicera, quien remueve con sus manos encallecidas el contenido con un gran cucharón de hierro. El brebaje debe espesar. La campana del campanario la avisa, tiene que llevarlo a la posada, donde el viajero, corroído por el dolor, se retuerce sobre el jergón de paja, los brazos cruzados apretados contra su estómago y el rostro bañado en sudor. Lo visitó cuando el sol aún descendía hacia los montes que rodeaban el valle; ahora, con la luna creciente bien alta, ya se le ha pasado el efecto del bebedizo que le dio. 

En el claro del bosque, sobre su cabeza, cuelgan hatillos de plantas y hierbas —unas embriagadoras, otras fétidas— que se secan mecidas por el murmullo de las hojas del bosque. A su espalda, tras el rugido de la cascada, se esconde la gruta que usa como almacén: un paisaje de tinajas de barro cerradas con pez, sacos, canastas, jaulas, hatos de matojos, pequeñas vasijas, y un desportillado bargueño que reúne todo lo necesario, incluidos animales vivos y muertos. La mirada de los murciélagos que cuelgan del amasijo de estalactitas vigila los ingredientes para sus caldos y bebedizos.

Ya ha esquivado la muerte en varias ocasiones. Fue condenada por brujería, como su madre y la madre de su madre —estas no tuvieron tanta suerte—. Es la maldición que arrastran las mujeres de su linaje: están obligadas a continuar el oficio de curanderas de sus antecesoras, aun a riesgo de perder la vida. Pero en el poblado se resisten a quedarse sin la suya. 

Salvó a Matilda, la hija pequeña del herrero a quien unas fiebres repentinas —entre delirios y sudores— arrastraban hacia una muerte temprana. 

También libró a Blas de una partida segura de este mundo, tras la tremenda hemorragia que le provocó la pérdida de su pierna izquierda. Había sido arrollado por su propio carro, cargado de toneles de vino. El caballo emprendió la carrera espantado por una serpiente que cruzó el camino de lado a lado, justo en el momento en el que el arriero comprobaba el eje de las ruedas.

Es conocida por los habitantes de toda la comarca la última historia: la de Zelinda, la joven madre que, de haber alumbrado sola a su hija —quien, entre contracción y contracción, se volvió de nalgas—. Zelinda tal vez hubiera muerto por la hemorragia, al igual que su bebé, asfixiada por el cordón, en el cruce de caminos, mientras conducía a pie a su mula cargada con sacos de harina desde el pueblo vecino. 

Tuvo la fortuna de que Sylvia, que partía hacia la cascada, oyera sus gritos. Un mes después recogió del sendero un saco deshilachado con unos panecillos de trigo y un ramillete desvaído de flores silvestres. 

La lista de intervenciones es larga, al igual que la de preparación de cataplasmas, jarabes, tinturas e infusiones para remediar todo tipo de males menores: dolores de muela, urticarias, erupciones, calenturas, picaduras de bichos, heridas, problemas de vista y purgantes. A veces creo escuchar ese borboteo del pasado en algún rincón de mi memoria.

Tras sus curas, solían aparecer cerca de la cabaña canastos de mimbre con hortalizas, huevos, queso, leche de cabra, alguna pieza tejida con lana de oveja, utensilios sencillos tallados en madera, en pago por sus remedios. Antes de dejarlos, quienes los colocaban se aseguraban de que Sylvia no se encontrara por las inmediaciones. Los mismos canastos desaparecían sin rastro humano cuando esta los devolvía vacíos al lugar donde los había encontrado.

 

Alcachofa, cola de caballo, diente de león.

Ahora el susurro me llega desde la pantalla. Una voz que adivina el miedo a la enfermedad, a las arrugas, a la flacidez, a la inevitable mortalidad… promete juventud duradera. 

Desapareció el humo, el caldero, el olor a bosque. Casi como los brebajes de antaño, vitaminas, minerales y ácidos grasos, convertidos por la magia de laboratorio en cápsulas, ofrecen devolver la salud, renovar energías alicaídas, recuperar sueños perdidos, controlar figuras no deseadas… 

Yo uso algunas, pero no necesito hacer tañer ninguna campana para conseguir mis semillas de lino. Tampoco el abrojo, con su flor estrellada armada de espinas, basta con abrir los frascos que guardo en mi pequeña despensa.

No tengo que ir al claro del bosque a buscar a la hechicera, ni pagar a hurtadillas con un canasto de hortalizas. Ninguna mujer se juega la vida para proporcionar bienestar a la mía.

Cuando vuelvo a casa, Correos ya ha entregado mi pedido. Sobre el escritorio, mis remedios naturales de siempre para acompañar los cambios de la edad, esperan en silencio, metidos en un caja de cartón, como si la hechicera misma los hubiera dejado. El envío del laboratorio ha llegado.  

 

María José Aguayo

 

FotografíaИгорь Денисов

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