AMIGAS QUE CURAN.

Aquel jueves por la tarde, con la fresquita, acordamos reunirnos en Sevilla para que pudiera acudir a la cita la amiga con movilidad reducida por fractura en el pie. Ella se encargó de reservar mesa en veladores para las cuatro en un bar de su misma calle.

Para llegar hasta allí las tres que vivimos en Tomares quedamos en bajar en metro.

 

El encuentro fue agradable como tantos que ya habíamos mantenido a lo largo de nuestra amistad. Llegado el momento de volver, sin reparar en qué hora era, acompañamos a la amiga accidentada hasta el ascensor de su casa. 

Después, distraídas charlando, tranquilas caminamos hacia la boca de metro.

 

Bajando la empinada escalera escuchamos de fondo una locución por megafonía que no se entendía bien y a la que no prestamos mucha atención tampoco. Hasta que nos dio por mirar el reloj y nos dimos cuenta de que eran las once, que habíamos tenido suerte pues en breve cerraría el metro y llegamos por los pelos, a coger el último tren.

Dentro del vagón atendimos la pregunta de un turista dudoso sobre si iba en la dirección adecuada, tras tener a bien sonreír socarronas ante su despiste, sin posibilidad de corregir un posible error pues estaba finalizando el servicio de transporte de ese día.

 

Durante el recorrido leí con preocupación, tanto en el andén de la siguiente parada como en el letrero luminoso del interior del vagón el nombre de la estación. Mi inquietud fue en aumento e intranquila comuniqué a mis acompañantes que nos habíamos equivocado de sentido que teníamos que bajar rápidamente en la siguiente parada y cruzar a la otra vía.

Como colegialas alborotadas así lo hicimos. Mientras bajábamos las escaleras deprisa escuchamos nuestro metro alejarse tras su última parada antes de que llegásemos al andén. 

Era el último. En el cartel solo se leía la hora presente. No había anuncio de próximas llegadas.

 

Salimos de la estación con nuestros móviles en las manos, desorganizadas y nerviosas sin atinar a decidir tras el error, cómo haríamos el regreso.

Llamé, a pesar de la hora, para que viniera a recogernos quien tranquilamente recién duchado tras jugar su partido de fútbol, en pijama, descansaba en casa. Aunque dispuesto, constató que nos habíamos bajado en una zona de difícil acceso por estar las calles cortadas por obras desistiendo por ello de ir a buscarnos. Sin colgar levanté la mano, paré un taxi que en ese momento pasaba y como si lo hubieran acordado previamente, las otras dos se fueron para atrás y yo asumí que iría delante.

Indiqué la dirección al taxista mientras le daba conversación y tras algún desacuerdo emitido desde el asiento trasero por la dirección tomada por este, zanjado con disimulada tirantez, llegamos al aparcamiento casi vacío del metro donde nos aguardaba mi coche al que fuimos subiendo mientras el taxista esperaba que todas estuviéramos dentro y en marcha para continuar con su carrera.

 

En alguna parte de Sevilla, un turista perdido y desconcertado, se acordaría de las tres españolas simpáticas que lo enviaron en dirección contraria a su destino, sin posibilidad de coger otro metro. Mientras las listas risueñas que le asesoramos fuimos llegando de manera precipitada a nuestras casas con la misión cumplida, reunirnos con efecto terapéutico con nuestra amiga del alma.


María José Aguayo.

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