LA AZOTEA.                                                                             

Con sus blancas y delicadas manos de finos y largos dedos, sobre el viejo lavabo del dormitorio de mis hermanos, con el cacillo lleno de agua templada, va mojando con cuidado de que no entre en mis ojos, mi largo y ondulado pelo.

Después quita el tapón del bote y toda la habitación se impregna con una fresca fragancia a fresa. El contacto con el frío champú provoca un repentino temblor que recorre mi espalda erizándome el fino vello, hasta que la suave presión de las yemas de sus dedos comienza a masajear mi cabeza sumiéndome en un letargo agradable y pasajero.

 

Arrugo fuerte mi cara, de nuevo con el cacillo va a aclarar mi pelo y me susurra con cariño:  Cierra bien los ojos mi niña, no te vaya a entrar agua dentro.

En el último enjuague, con el chorreón de vinagre, el agua tibia y clara con rojizas vetas se va tiñendo.

Mientras el olor salado va apagando al aroma fresco, toca esperar unos minutos con el cabello sumergido por completo.

 

De reojo aprovecho y voy mirando por la ventana, para intentar anticipar la respuesta a mi pregunta en tono de súplica, una vez escurrido y desenredado el pelo: ¿Mamá, puedo subir a la azotea a secarme al sol el pelo?

Y así, si el tiempo acompaña, con este último deleite quedará limpio y brillante mi pelo.

Desde bien pequeña, mi madre, me enseñó a gozar de lo bueno.


María José Aguayo.





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