VOLVER A LOS DIECISIETE.

 

El anunciado destino de vacaciones de veraneo en aquella ocasión, se nos hizo cuesta arriba a quienes ya vivíamos inmersos en nuestra propia sierra, la Serranía de Ronda, durante todo el año. 

¿Qué se nos había perdido allí? ¿Qué haríamos para divertirnos mis padres y hermanos: Pedro de 23, Luis de 19, yo de 17 y Espe de 15 años? 

Jose, a sus 21 años, solo nos visitó un fin de semana de permiso, por estar haciendo el servicio militar en Villanubla, Valladolid.

 

La Residencia de Banesto, el banco en el que trabajaba nuestro padre, a la que fuimos aquella quincena de julio de 1980 de vacaciones, a mis 17 años, estaba situada en Cercedilla, en la sierra de Madrid. 

 

Ahora, al recordarlo tras cuarenta y tres años, comprendo que para mi padre fue más importante ofrecer unas vacaciones a la familia al no concederle un destino de costa, que quedarnos todo el verano en Ronda. 

 

En mi caso, no sabía que aquel lugar tan poco atrayente de entrada, con el tiempo me regalaría la oportunidad de revivir el sentir profundo de recuerdos maravillosos que da volver a la fragilidad de los diecisiete años.

 

Llegada la fecha, emprendimos el viaje en tren hasta el pueblo de Cercedilla, continuando hasta nuestro destino en taxi o autobús, no recuerdo. Nuestro padre no tenía ni tuvo nunca, carnet de conducir ni coche, nuestra madre tampoco.

 

El edificio principal de la Residencia nos esperaba situado entre una inclinada pradera verde por delante de su fachada y la montaña a su espalda. Mi primer pensamiento fue que Heidi hubiera sido muy feliz allí.

 

Las habitaciones tenían dos camas, con un lavabo y un espejo dentro de algo parecido a un armario y un ropero que servía como de pequeño vestidor.  Las duchas y servicios estaban en el pasillo, eran compartidos. Acostumbrada a la construcción moderna y alegre de la residencia de la playa de San Jaime que disfrutamos otros veranos, la austeridad del edificio y su pinta de antiguo, no hacía sino desinflar un ánimo ya de por si desinflado.

 

Tenía una piscina vacía de piedra oscura, con verdín añejo y endurecido de otros tiempos. Permanecía escondida y olvidada en un sombrío rincón, donde no habría sido posible el baño. Aquello no hacía más que continuar avivando las malas expectativas con las que llegamos. 

 

Con la primera visita al comedor además de ir conociendo la comida que nos sustentaría aquellos días, podríamos ojear con disimulo si entre los ocupantes de las mesas, había posibles iguales con los que tomar contacto, tratando de adivinar su potencial para congeniar si se diera el caso. 

Algunos ya llegaban con otra familia conocida con la que se habían puesto de acuerdo para coincidir en sus días de vacaciones en la Residencia. ¡Menuda suerte!

 

Husmeando por aquí y por allá, por sus salones de lectura, de televisión, de juegos, en la escalinata de piedra - allí todo era de piedra -, en la terraza del bar situada en sus soportales, empezamos a coincidir y a encontrarnos los adolescentes, jóvenes y algunos de menor edad que en aquella sierra coincidimos, para charlar o jugar alguna partida de algún juego de mesa, y así fuimos sumando nuevas amistades de diferentes lugares de nuestro mapa, hasta que un día en una foto que nos hicimos ya íbamos por trece.

 

Era un grupo variopinto con el objetivo común de inventar juntos qué hacer para divertirnos y rellenar de vez en cuando las horas de aquella quincena de julio que nos había reunido en la sierra madrileña. 

Había un chico moreno, tímido y callado que nos mostró sus habilidades para dibujar. Pronto casi todos querían que Antonio José, Antonio, les hiciera una caricatura de recuerdo. Generoso y complaciente, más de una hizo.

 

De manera natural establecimos un vínculo más estrecho con los hijos de una familia extremeña, de Villafranca de los Barros,   llevando a cabo nuestras actividades casi siempre con su compañía. 

Antonio, el chico callado que dibujaba tan bien, era uno de ellos, junto a sus dos hermanas, Asun y Begoña. Tenían un hermano pequeño, Javi una monada rubia de ojos casi transparentes, tan distinto de la tez morena de su hermano… con el que se llevaban bastantes años. Este se quedaba con sus padres.

 

Los nuestros, Luis y Manolita, eran parte de nuestra pandilla. Acostumbrados a tratar con jóvenes por su colaboración estrecha con los salesianos en Ronda en el centro al que acudíamos a pasar nuestros ratos de ocio, ellos disfrutaban con nosotros. 

La coincidencia de valores y tipo de vivencias que las dos familias teníamos en nuestros lugares de origen hizo que nos entendiéramos muy bien impulsando aquella relación que resultaba más que agradable.

 

Juntos marchamos por la calzada romana y recorrimos los caminos entoldados por los altos pinos de aquel hotel con salida hacia la montaña, con vigías de piedra ocultos entre las sombras, una fuente, el águila, nuestra águila, un pequeño templete, un antiguo farol de piedra. 

El único sonido en aquellos paseos era el crujir de nuestras pisadas, nuestras risas, nuestras bromas, el latido unánime de aquella auto constituida pequeña tribu india, que nació entre veredas y montañas.

 

En el recinto de la Residencia había también un lago con su embarcadero y rebosadero, por el que veíamos por entretenimiento, caer el agua.

Un día en el que me encontraba sola en aquel lugar, sumergida en mis enmarañados pensamientos de cuitas amorosas que traía revueltas entre mi equipaje personal, llegaste hasta allí, guiado por tus pies o por tu corazón solitario, decidido a poner voz entre mis ojos tristes y tu alma ermitaña. 

Guardaste nuestro encuentro en un cuento con final triste pues te conté en el lago, que mi corazón estaba ocupado por otro y sin saberlo te apené por ello.

A partir de entonces comenzamos a acercarnos y a pasar mucho tiempo juntos jugando a las cartas, volviendo al lago, paseando por la carretera…mientras, tu vigilabas mi sonrisa.

 

En aquella Residencia, era costumbre organizar una fiesta infantil,  concurso de carreras de saco, etc y nuestra tribu se puso a ello. Fuimos hasta el pueblo para hacernos con algunos materiales para nuestros disfraces. Con lana rosa te hice una peluca que peiné con una trenza para tu disfraz de payaso. 

En la fiesta, aquel payaso, me regaló una sonrisa en la que puso todo su corazón y su amor, entonces oculto todavía. Yo la guardé en el mío como un tesoro. Llegado el momento, con dificultad porque no me estaba quieta, estabas demasiado cerca y eso me ponía nerviosa, sujetando mi cara en tus manos, tú me pintaste a mí un bigote con el que te parecía que estaba preciosa.

También me convenciste para ir a la fiesta de los mayores tras la que permanecimos en el bar sin parar de hablar como si estuviéramos solos en medio de la gente, quedando grabados en nuestro recuerdo aquellos momentos como algo precioso e inolvidable.

 

Al fin un día, en otra de nuestras visitas al lago, tu mano cogió por primera vez la mía. La complicidad desde entonces, no dejó de crecer. El final triste del cuento había cambiado.

 

Nuestra historia secreta, un día fue descubierta por algún observador ocioso de la pandilla en nuestros habituales encuentros, quien sumando miradas furtivas y tímidas sonrisas, descubría el resultado del secreto que a los dos nos quemaba por dentro.

 

Una vez pillados ya no teníamos de qué escondernos, pero el tiempo de aquella indeseada quincena en un principio por mí, se agotaba, y ahora que quería detenerlo no tenía cómo hacerlo, quedando muy atrás los días en los que no podía imaginar nada bueno para las vacaciones en esta Residencia. 

Entonces, llegó el día de la despedida, de la estación de tren con tu ausencia y de la partida con una pena de muerte. ¿Cómo podría estar sin ti?

 

Dando comienzo en nuestra historia una nueva etapa. El correo postal que nos prometimos empezó a circular. Cartas iban y venían sin descanso para los carteros, desde Villafranca a Ronda desde Ronda a Villafranca, que aguardábamos ansiosos como niños anhelantes en la noche de Reyes. Siendo causa de gran desaliento el más mínimo retraso.

Con un franqueo de diez pesetas en sellos, manteníamos viva la fogosa llama de nuestro amor, introduciendo en los sobres largas cartas escritas a dos caras por nuestras manos, junto a postales, tarjetas, poemas, fotos, algún dibujo tuyo, nuestros sentires, unas veces animados otras pesarosos por la larga espera de un posible encuentro en septiembre, que se demoraba más de la cuenta.

 

Nuestra impaciencia tuvo su recompensa y tras un buen montón de cartas, llegó el momento ansiado de tu visita a Ronda. 

No sabíamos entonces que venía acompañada de un terrible maleficio. Tras la misma, un frente tormentoso con una gran nube negra fue avanzando hasta que un día se posó sobre mi cabeza y mi corazón, ensombreciéndolos por completo.

No sé si la envió el Gran Manitú, pero los malos augurios apagaron en mí el fuego encendido en aquella sierra madrileña. 

Me quedaba descargar sobre ti la tempestad y comunicarte la funesta decisión, arrebatándote de golpe todo lo que te di, con imposibles palabras escritas como solo un corazón de “bandolera” podría hacerlo. 

 

Tras aquella quincena, hice mi viaje de vuelta en tren, desde Cercedilla a Ronda, abrazaba al dibujo de recuerdo que pintaste para mí, por el que rodó más de una lágrima. En él aparecías tú con tu disfraz de payaso, como ibas el día de la fiesta, con tu peluca rosa y tu sonrisa, como querías que te recordará, riendo y haciendo reír a los demás.

Nunca me deshice de él, ni de tus cartas.

Cómo deshacerme de la oportunidad de volver a los diecisiete a su sentir profundo de inigualable pureza. 


María José Aguayo.

 

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