FUERA DE CÁMARA.

La primavera estaba recién comenzaba. Hacía calor. Volvías a pisar las calles dispuesto a ampliar la colección de fotografías urbanas para el tour virtual por la ciudad que tus nuevos clientes te habían encargado. Tenías una idea clara de lo que necesitabas y dónde dirigirte para localizarlas –eso te ahorraría tiempo–. Hoy acabarías el reportaje. Después debías seleccionar las fotos, la tarea más larga; editarlas y montarlas en el álbum digital de tu portfolio para acabar el trabajo a tiempo con la factura de presentación impecable que te caracterizaba con la que habías conseguido labrarte un nombre entre los fotógrafos más cotizados del país.

Cogiste tu mochila verde impermeable y te ajustaste sus anchas y acolchadas correas sobre los hombros. Tenías que sentirte cómodo con ella, debías cargarla buena parte de la mañana y moverte con seguridad de llevar bien protegido tu costoso equipo por el centro de la bulliciosa ciudad. La noche anterior –como acostumbrabas– la preparaste con detalle, alojando en sus compartimentos todo lo necesario. Fundamental, tu Nikon D6 y los objetivos fijo, zoom y angular. Quedaba algo lejano en el tiempo el día en el que gastaste buena parte de tus ahorros en el caro y delicado material que transportaba. Cargabas también con lo preciso para poder descargarte las fotos con la premura que a veces requería tu trabajo, tu ordenador portátil, MacBook Pro. Con frecuencia tenías que ver, editar y enviar las fotos desde el exterior. Dependiendo de donde te encontraras, cualquier lugar podía convertirse en tu espacio de trabajo: una cafetería, una biblioteca, el banco de un parque, la entrada o la habitación de un hotel o el asiento del vagón de un tren, antes de llegar a casa.

A veces, después de sacarla no guardabas tu D6 y te la dejabas colgada al cuello esperando atrapar una buena imagen inesperada, como ese día sucedió. En aquella ocasión, encontraste en la calle, en el centro de la ciudad el estudio perfecto con una luz natural blanca. No necesitarías modificar nada. Era antes del mediodía y la luz era intensa y dura. Ante tu objetivo posaba inadvertido un modelo espontáneo y lejano, ajeno a la mirada de tu cámara, como poderoso protagonista. Lo tuviste claro, sin pensarlo pulsaste el disparador. Aprovechaste con destreza el juego de luces que tenías por delante, que tanto te gustaba y tan bien dominabas. Conseguiste captar el fuerte contraste obtenido a partir del improvisado modelo en equilibrio. Apenas rozaba el suelo con sus pies, con su movimiento estático. Retratado con su oscura y marcada sombra, convertida también en protagonista de la historia que aquella fotografía narraba. Ambos inmersos en aquella estampa en blanco y negro, en la profundidad de un paisaje neutro, sobre una extensa alfombra claro oscura de losetas que dibujaban grandes rectángulos para cubrir una gran superficie sin espacios y un descomunal telón de fondo de cemento blanco sutilmente jaspeado. Lo tuviste claro. Con esta imagen cerrarías el reportaje.

En momentos como ese disfrutabas el acierto de tu decisión al dejar la agencia en la que trabajaste durante veinte años antes de que pudieras dejar de sentir la pasión por la fotografía que te llevó a dedicarte a ella de manera profesional. Conociendo los secretos de tu trabajo, con experiencia sobrada, te estableciste como fotógrafo independiente. Desde entonces, disfrutabas la libertad del manejo del tiempo sin horario fijo, de elección de proyectos y trabajos y variedad de clientes. Te podías permitir marcar un estilo propio y un ritmo personal de trabajo. Tenías ganas de emprender. En la agencia esta faceta la tenías muy limitada.

Confiabas en que tu determinación te haría salir adelante con éxito en un mundo tan competitivo como el de la fotografía. Tu trabajo bien realizado era la mejor garantía de conectar con tus clientes contentándolos, así estos te recomendarían creando nuevas redes de conexiones que atraerían a su vez a nuevos clientes.

Habías esperado a reunir los ahorros suficientes para dar el salto. Debías disponer de equipamiento de calidad propio y contar con respaldo económico suficiente para afrontar posibles momentos de poco trabajo, mientras te hacías un nombre popular en el ámbito de la fotografía independiente. Al principio tuviste que aceptar también trabajos que se alejaban de tus ideales pero tenías que mostrarte dispuesto para atraer más y nuevos trabajos.

Sin duda fue una apuesta como casi todas, arriesgada, pero sabías que tu pasión por la fotografía lo merecía y te haría ir creciendo. Para ti era más que un trabajo. Era un estilo de vida y siempre confiaste en tu capacidad para vivir disfrutando de ella.

Hoy, cuando subes entre aplausos al escenario del teatro repleto de compañeros de profesión para recoger el premio al reconocimiento de toda una vida dedicada a la fotografía, uno más que añadir a  tu elenco de distinciones conseguidas desde que te independizaste, se proyectan imágenes que capturaste con tu cámara en el transcurso de tu carrera y sientes de nuevo el peso de aquella mochila verde en tus hombros, el calor de aquel día de primavera, cuando te sorprendió aquel tipo ágil en blanco y negro, pegado a su bien definida y contrastada sombra.



María josé Aguayo



Fotografia: 1697660488130-a082c0ab5b2b.jpeg 

 

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