HISTORIA DE UN LÁPIZ

Está tendido como en un estuche sobre una llaga gris de cemento. Entre las losas de la acera. Secándose al sol tras la humedad de la lluvia. Violeta lo encuentra al volver a casa, sobre el mediodía. Regresa pausada de hacer la compra semanal en la pescadería. Al verlo, tiene la impresión de que hace pellas, supone que por accidente.

    Se agacha con un destello brillante en la mirada y siente como vuelve a atrás en el tiempo. Sin pensarlo dos veces, como un acto reflejo lo recoge con devoción. En cuclillas, lo recorre con la yema del dedo invocando su hechizo. Contemplarlo le despierta ternura —maestra durante treinta y siete años ha visto cómo hacían funcionar estas rudimentarias varitas a multitud de pequeños aprendices de Magia—. Su longitud indica que ha sido poco usado. No está sucio. No debe llevar ahí mucho tiempo.  Se trata de un lápiz escolar despuntado, algo mordido por el extremo opuesto a la mina. 

                  La cercanía al bordillo junto a donde aparcan los coches delata que es de algún colegial de Primaria, pongamos Ángel, —la mente creativa de Violeta comienza a volar— que cumplirá los ocho años el 20 de enero. Esta mañana de jueves ha subido apresurado al coche con su estuche y su mochila abiertos mientras seguramente guarda a la carrera su bocata de jamón y un par de galletas rellenas de chocolate, las que tanto le gustan y que su madre le raciona para el recreo. 

—¡Jo, mamá, a Gonzalo le ponen medio paquete de galletas!

—¡Date prisa que no llegamos! Yo soy tu madre, no la madre de Gonzalo.

 

Ángel se cuelga a la espalda su mochila abierta, va distraído por los ladridos y divertidos saltos que junto a sus piernas da Galleta, su mascota, quien cada día le acompaña hasta que el coche desaparece Calle Capacho arriba y gira a la izquierda al alcanzar la esquina. 

Dentro del coche su madre mira por el retrovisor como juguetea con unos Legos que siempre va dejando como un rastro por todas partes por donde pasa. Con voz congestionada le dice:

—¡Ángel cierra ya la cremallera de la mochila, vas a perder algo! 

Él deja caer los muñecos que cobran vida dirigidos por sus manos algo regordetas mirando con los ojos muy abiertos, a través del flequillo, como su madre conduce apremiando al resto de conductores con expresiones no muy correctas. Se ha quedado dormida. Ha pasado mala noche. Ha cogido el primer catarro de la temporada —como siempre le pasa— a mediados de octubre.

 

En la proximidad del colegio Marga aparca como puede en doble fila, —a esa hora ya no quedan sitios—, sin quitar el ojo a los dos policías municipales que facilitan la entrada a los escolares arreglando el caos transitorio que organizan los adultos acelerados a la entrada y salida cada día. Hace viento. Al salir le alborota el pelo. Se ajusta la gabardina. Empieza a refrescar.  Observa a su hijo recorrer el tramo de acera hasta la puerta del colegio con el flequillo volando por la carrera y por el viento junto con Gonzalo, su amigo y compañero, que lo espera cada día al lado del banco de la entrada y que también llega hoy con retraso. Por la megafonía suena el estribillo de la segunda canción de la lista de bienvenida que la administrativa pone en la Secretaría, la que le gusta bailar a su seño en el pasillo mientras espera que vayan entrando en clase a las 9:00.  

 

Suben las escaleras saltando los escalones de dos en dos —a pesar de su corta estatura— hasta la primera planta, y atraviesan a la vez el hueco de la puerta de 3ºA, quedándose atascados con las mochilas. Después de unas risas y unos cuantos empujones se desenganchan y cada uno se va a su sitio. Los tienen en grupos separados hasta que aprendan a trabajar sin distraerse.  La clase ya está completa. En la pizarra la encargada del día subida a una silla, de puntillas,  pone la fecha. 

 

Ángel baja su silla aún patas arriba sobre la mesa. Abre su mochila. Saca su estuche abierto como si fuera algo normal y el cuaderno de dos líneas. Toca Lengua. Soplándole para arriba al flequillo para sacárselo de los ojos rebusca su lápiz para copiar en el renglón superior la fecha. Con movimientos de dedos ágiles remueve el contenido abigarrado, pero su lápiz no aparece. Se levanta hasta la mesa de la maestra Eugenia, su tutora, para buscarlo en el tupper de plástico naranja, el de los objetos perdidos.

                  —¡Buenos días, Ángel!

                  —¡Buenos días, seño! —“Me gusta mi seño. Es la más buena y guapa de todo el colegio.”

                  —¿Qué has perdido esta vez? Algún día vas a perder la cabeza. —La maestra le guiña y le aparta con suavidad el flequillo de los ojos.

                  —No encuentro mi lápiz, el que está casi nuevo.

                  —¿El azul? No hay ninguno azul en el tupper. Usa alguno de los extraviados y no olvides apuntar en tu agenda para mañana traer lápiz. A lo mejor lo has olvidado en casa. Recuerda revisar que tienes todos tus materiales a punto cuando prepares por la tarde la mochila para el día siguiente. 

                  —¡Vale! ¡Me llevo este! —Se va saltando hasta su sitio con su flequillo subiendo y bajando al ritmo, con un lápiz mordisqueado amarillo y negro 2HB usado hasta la mitad y con la punta chata gastada, el mejor que ha encontrado.

 

A la salida del colegio, cuando su madre termina de aparcar en Calle Capacho, Ángel baja algo cansado del coche. Galleta lo reanima. Lo espera moviendo el rabo olisqueando algo en la acera.

                  —¡Hola, Galleta! ¡A ver qué has encontrado! —Cuando levanta la cabeza su cachorro de beagle de nueve meses, blanco con manchas color chocolate negro y chocolate con leche, tiene entre sus dientes su lápiz casi nuevo del colegio.

                  —¡Gracias, Galleta! ¡Qué suerte! ¡Has encontrado mi lápiz! ¡Vamos te voy a dar una chuche de las tuyas! ¡Te la has ganado!

                  —Te dije que cerrarás la cremallera —dice su madre resignada recogiendo la mochila medio abierta que ha olvidado en la acera antes de cruzar la calle a la carrera.

 

La puerta de la casa se cierra. Dentro huele a puchero caliente. El pequeño mago lo festeja.

                  —¡Ángel, lávate las manos antes de sentarte a la mesa! —Con un Lego montado a caballo en una mano, un perro en la otra y el flequillo metido en los ojos, baja las escaleras, entra en la cocina y se sienta en su sitio.

                  —Ya sabes que no quiero juguetes en la mesa. ¡Ah!, y esta tarde antes del fútbol, tu padre y tú, tenéis cita para pelaros. 

 


María José Aguayo

Comentarios

Entradas populares de este blog