DONDE EL DESEO VIAJA EN ASCENSORES
— ¡Para! ¡Espera! ¡He oído algo! ¿Tú no? —Doy un respingo al tiempo que acercas mi cara —retirada a toda prisa— hacia la tuya con una leve presión en la nuca. Tus labios buscan recuperar el beso interrumpido, pero ya no estoy tranquila. Las alarmas han saltado, me roban la calma que necesito para abandonarme a nuestras furtivas escaramuzas en este espacio reducido, en el que, en cualquier momento, podemos cruzarnos con alguien de mi familia o el resto de los vecinos de la vivienda.
Corrían los años 70 y, al caer la noche, solíamos dejar las huellas de nuestro deseo flotando en el cubículo azul del ascensor del bloque donde vivía, como resultado de nuestras inacabadas despedidas.
Su recorrido era corto, tres plantas de subida y bajada, pero nosotros lo que requeríamos de él no era su movimiento sino el intenso viaje que gracias a su cobijo realizábamos envueltos en abrazos estrechos, caricias atrevidas, expedición veloz aquí y allá que, a nuestros diecisiete años, nos abrasaban anunciando un fuego aún mayor al que todavía no habíamos accedido, pero que queríamos conquistar a toda prisa para culminar nuestro torbellino inacabado de cada día.
—¿Has oído eso? —Esta vez apenas me separo. Voy perfeccionando la identificación de mis atropelladas pesquisas auditivas a la vez que me centro en apurar el resto de mis sentidos.
—Vamos, no es nada —respondes sin perder el rítmico movimiento de tus manos queriendo traspasar la barrera de mi ropa.
Desde que otorgamos este uso al ascensor, mis subidas y bajadas, si lo usaba a solas, ya no eran las mismas. Una vez dentro podía anticipar la promesa del placer que llegaría, con suerte, unas horas más tarde, esa misma noche; o tal vez, más adelante, el día que de verdad consiguiéramos estar en otro espacio a solas.
María José Aguayo
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