SOLO ES EL COMIENZO
Semienterradas. Las saqué de la arena con un resto de alga reseca enredado en su patilla izquierda. Pensé: olvidamos los paraguas en los paragüeros junto a las puertas de las tiendas, en la consulta del médico, en el gimnasio… cuando al salir a la calle ya no llueve.
Pero, ¿unas gafas? Unas gafas graduadas son el bastón de la mirada de alguien. ¿Dónde estaría apoyada ahora su visión? ¿De qué modo dirigiría sus ojos? ¿Cómo se comunicaría con esa expresión, quizá insegura, tal vez asustada?
Ayer, al volver de caminar por la orilla, encontré unas gafas de caballero. Las recogí y las puse bajo mi sombrilla, esperando que en algún momento apareciera un hombre mayor preocupado, el torso desnudo inclinado hacia la arena, con una gorra mal colocada sobre la cabeza, buscándolas por la zona.
Pero no fue así.
Y si no las olvidó… si no las perdió…
Tal vez navegaba, asomado a la barandilla, y se le cayeron por la borda. Luego, la marea las arrastró hasta la playa.
O quizá se adentró en el mar a darse un baño y no volvió. Nadie lo echó en falta; venía solo cada día al mismo lugar a refrescarse.
A lo mejor estaba cansado de lo que veía, y simplemente decidió dejarlas atrás y conseguir una nueva mirada.
Cuando terminé de recoger para marcharme a casa, las gafas seguían conmigo.
Decidí dejarlas con cuidado, bien visibles, sobre la tapa de la papelera, confiando en que los demás respetaran la exposición tras usar el contenedor.
Hoy he vuelto al mismo lugar, donde cada día instalo mi rincón en la playa. Antes de extender mi toalla, solté los bártulos y me acerqué a la papelera. Quería saber si las gafas seguían allí.
Con una sonrisa, me volví para comenzar mi ritual playero.
Sí, las gafas del señor seguían allí. Pero ya no estaban solas: ahora las acompañaban unas gafas de señora.
Pensé que, sin saberlo, ambos —Claudia y Germán— acudían cada día al mismo lugar. No se conocían. Hasta que se encontraron.
Con sus lentes quitadas, sus miradas cansadas dejaron de estarlo. Se miraron con ojos nuevos y decidieron comenzar.
Sus espaldas estremecidas por el cosquilleo eléctrico de una pasión dorada que nace. Sus cabellos canosos, salpicados de gotas saladas, abriendo el camino de una historia que comienza.
María José Aguayo
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