REFLEJANDO

 

—¿Hay candela?

—No hay candela —repetíamos agitadas ante la hiperactiva mirada de la participante que la quedaba en el centro cuando jugábamos a Las cuatro esquinas, en la Plaza del Socorro, en el espacio de arriba, custodiadas por su céntrica fuente. 

Subíamos y bajábamos, escalando o resbalando por la corta balaustrada de piedra con forma de pendiente que usábamos de tobogán, rematada en la punta por una bola que hacía las veces de asiento o casa, durante el juego. Caliente en verano y fría en invierno. De ello daban buena cuenta nuestras nalgas y piernas cuando llevábamos falda. Húmeda cuando nos sorprendía jugando la lluvia, pretendiendo apagar nuestras candelas.

Tras un mes de vacaciones, alejada de la casa que me ha acercado a sus esquinas adultas junto al mar, imagino a cada una sentada sobre su bola de piedra, ocupando su puesto: las cuatro amigas, a falta de nuestro habitual encuentro. Pero, desde nuestras atalayas, seguimos conectadas, usando nuestras manos firmes como guía.

Cada esquina tiene una ventana abierta de par en par. A través de ellas, con la oscilación de cuatro pequeños espejos alineados hacia el sol, desplegamos destellos de luz intermitentes, capaces de salvar la distancia con la calidez de nuestras señales para no perdernos de vista. 

Para enviarlas, nos basta la certeza de que cada una ocupa su esquina con la superficie de su espejuelo, lisa y pulida, limpia y protegida de rasguños, resguardada en una funda protectora cuando descansa. Sin perder de vista el objetivo para que encuentre la dirección precisa. 

Estamos acostumbradas a los movimientos singulares de cada una. Hemos logrado poseer la habilidad valiosa de expresar nuestros sentimientos meciendo con suavidad nuestras manos.

En el centro de nuestras cuatro esquinas convergen, anudándose, los brillantes destellos. A modo de faro nos garantiza compañía, cobijo frente a las tempestades que origina, a veces, con el roce de su tridente, el todopoderoso Poseidón, cuando araña la piel de alguna de nosotras. 

El titilar de cuatro espejos reflejando, afanados, anima el suspiro de alivio que da paso a una tregua, hasta que podemos alzar de nuevo, unidas nuestras copas. 

 

María José Aguayo

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