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                                                                      Y TÚ, ¿CUÁNTOS TENDRÁS…?    Mi hermana se llamaba Esperanza. Llegada la hora, su nombre no le garantizó el deseo de vivir. Con treinta y cuatro años, el 18 de mayo del año 2000, se suicidó.   No fue posible adivinar su escondido sufrimiento. Ni familiares ni amigos tuvimos señales, pistas, indicios, que nos avisaran de su intención. Su pérdida fue inesperada y repentina para todos quienes la queríamos, hasta para Luis, su pareja. Ni padres ni hermanos vivíamos a su lado. No pudimos reaccionar. Supuse, en ausencia de la más mínima certeza, que lo que le arrastró a su irreversible decisión fue una infinita tristeza. Con treinta y cuatro años, se quitó la vida, fechando un antes y un después en las nuestras.   Su imprevisible muerte, me dejó como si me hubieran amputado un miembro. Ya no estaba y sin embargo yo la sentía. La siento.  Así me lo expresó Juan Carlos, mi marido, cuando recibimos la noticia, sujetándome por
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“RECUÉRDAME”   ¡Corre que viene! ¡Chilla, llora, escapa! Agudizas todos tus sentidos. Lo primero que adviertes, aparte del galopar de tu corazón, es el olor a desinfectante que anticipa su llegada por la empinada escalera. Después la chicharra del timbre que suena. Alguien acude a abrirle la puerta y ves como entra. No das crédito. El miedo te conmina a protegerte, a huir. Pero ¿a dónde?, ¡si esta es tu casa y no estás a salvo en ella! El dolor llegará, no es un riesgo posible, es una certeza y tienes que protegerte como sea. Comienzas a dar carreras, saltos y alaridos por los pasillos, sin rumbo fijo.   Conoces de memoria todos sus movimientos. Con sus dedos finos, transparentes y nudosos, de un bolsillo de su chaqueta saca con parsimonia su pequeña cartera de piel marrón, abre la cremallera y comienza el ceremonial.  Extrae la temida cajita metálica con forma de cápsula alargada. Quita la tapa, vierte alcohol en ella. Echa el agua en la cajita con la jeringuilla de cristal y la punza
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DE LA TIERRA AL CIELO —¡Venga, Manuel, espérame! Juego una ronda a la rayuela con mis amigas y después nos vamos. —Con los rizos en su cara y una sonrisa abierta, Carmen, se fue con ellas corriendo.               —¡Vete a la porra, yo otra vez no te espero! —Manuel, enfurruñado, con el flequillo metido en los ojos, cogió su balón de fútbol y sin despedirse, se fue pateándolo hasta el campo viejo.    Aquello lo resolvieron más tarde. Juntos, de casilla en casilla, continuaron atravesando los nueve mundos hasta alcanzar el Paraíso en la Tierra, bordeando sus infiernos en ocasiones tambaleantes a la pata coja otras, con ambos pies asentados  con firmeza en el suelo, durante cuarenta y cinco años de vida en común. Desde que Carmen falta, cada mañana, Manuel, acude al parque. Frente a la rayuela, ahora es él quien lanza el tejo vigilando que no caiga en el pozo ni en ninguna línea, como tantas veces vio hacerlo a Carmen, mientras la esperaba escondido en cuclillas tras su árbol. Impaciente,
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PUNTIZONES Y CORONDELES Tendida en el sofá, sesteando, reparé distraída en mi escritorio. Al instante, me sentí observaba por  mis cuadernos de gusanillos,  cuadernos de notas,  folios,  libretas de tapa dura,  de tapa blanda,  de cuero,  folios,  cuartillas,  cuadernos de bolsillo,  agendas,  diarios,  notas en el móvil,  Microsoft Word abierto en la pantalla del ordenador…   El sopor me venció pronto. Un profundo sueño me transformó en una mujer del siglo XVII. No sabía leer ni escribir. Lo más cerca que estuve de algo que tuviera que ver con ello, fue seleccionando borra de tela usada para fabricar papel de trapo con sus puntizones y corondeles.  Al despertar tenía la boca seca. Tuve que abrir y cerrar varias veces los ojos y acercarme hasta el escritorio,  pulsar el teclado del ordenador para que se encendiera la pantalla,  ojear mis cuadernos,  escribir en mi agenda,  ordenar los folios,  revisar en el móvil mis notas,  abrir el libro de cuentos del atril de sobremesa y comprobar
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ENTRE MARES Desde que recuerdas, el mar está en tu vida. Tu abuelo te lo regala. Cuando la faena se lo permite, y la flota se queda amarrada, si el mar está en calma, te sube a su pequeña embarcación de madera algo desconchada, para enseñarte la playa desde el otro lado del espejo.  En la proa de su viejo cascarón pintado de azul y blanco, está escrito con letra cursiva, el nombre de tu abuela, el mismo que el tuyo, Marisol.             —¡Abuelito, llévame más lejos! —Bernardo, hombre de pocas palabras, serio como un viernes santo, sonríe, más por dentro que por fuera, y complacido, se adentra, solo un poco más, para tu felicidad. A su regreso tendrá que aguantar las mismas reprimendas tras cada travesía. Tu abuela y tu madre, sirenas varadas en tierra, con resignación, aguardan tenaces el regreso de sus marineros, se niegan a reconocer como él hace, la irresistible llamada del mar que sabe que tu sientes también. Le tachan de temerario y un montón de cosas más, atentas solo al peligro
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ALTAS HORAS   De vez en cuando, cual aprendiz de hechicera de palabras, te despiertas a esa hora maldita en que el sueño te debiera cubrir con su manto, pero el embrujo puja por salir a escena, sin que puedas hacer nada para evitarlo.              Si alguna vez fueron tentados por el hechizo de crear algo de la nada, comprenderán qué te pasa.   Al comienzo, se te presentan ordenadas, acompasadas, agrupándose en ideas perfectamente separadas. En fila, una tras otra, cada una en su renglón de la cuartilla. Todas esperan ser vistas. Todas quieren ser contadas. Es ahora o nunca. Así, serenas, crees que cuando despiertes podrás recordarlas. Puedes controlarlas. Partes confiada con tu nave, te acompaña la bonanza.   La fila comienza a desdibujarse. Algunas palabras intentan colarse, cambiarse de sitio. Ya no sabes cuál fue la primera. “¿Había dos o eran tres?” “Tal vez fueran cuatro.” Te olvidas de alguna. Sin que te des cuenta se han puesto bulliciosas. Comienzan a mezclarse. Reclaman tu at
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AGUA Y CIELO Cada año espero anhelante esta cita. Acudo embriagada hasta sus dominios. Estoy en la playa de aguas transparentes turquesas y fina arena dorada. Agua y cielo se funden en un paisaje infinito. Con los ojos cerrados y los brazos abiertos, respiro plena de vida salvaje. Me siento libre. La suave brisa me reconoce, me abraza, me da la bienvenida. Corre mar adentro para avisarle de mi llegada. Me preparo para el encuentro, con un bañador de una sola pieza, de tirantes azul cielo. Estampados en el centro, dos grandes lirios de agua rosados, envuelven protectores a sus dos espigas largas y carnosas, posados sobre grandes hojas verdes de ondulados márgenes. Como un lienzo, se adapta a las formas de mi cuerpo. Cuando me sumerjo en el agua me diluyo en ella, somos una. Me dejo acunar por sus lentas y suaves mecidas. Empapada de agua y sal, camino hacia la gran duna por la orilla, con mis pies calzados de espuma blanca. En el ascenso, con el viento, se me eriza la piel y mis piernas