LAS TRES MARIQUILLAS 

Es una mañana de las más frías de enero. Las noches están siendo gélidas, los días nos despiertan con heladas. Con las estaciones templadas cada vez más duraderas, es mayor el estremecimiento que nos provocan estos fríos intensos cuando llegan. Hoy, además, el viento nos roba despiadado el calor del cuerpo. 

El profesor, guía de nuestras visitas culturales, informó por mensaje en el grupo del móvil, del cambio de horario con motivo de las bajas por gripe y el frío previsto para esta semana. Espera poco público. Por las mañanas reduce a un solo turno el paseo monumental previsto para esta semana. Nunca recibo con agrado el adelanto del plan cuando toca. Supone que tengo que madrugar, pensar en el aparcamiento y alguna que otra incomodidad que altera el transcurrir relajado de mi vida de jubilada. 

                  Es la segunda clase del segundo trimestre del curso. Llevamos dos clases acudiendo juntas.  El primer trimestre asistí sola. Mi amiga Alma estuvo ayudando a su hija mediana tras el nacimiento de su primer hijo. Su cuarto nieto. Todos son niños. El final del último trimestre del curso pasado, periodo en el que se apuntó, dejó de asistir por los preparativos de la boda de su hija pequeña. 

El día previo, como acostumbro, me pongo de acuerdo para quedar con ella escribiendo mensajes por el móvil. Quedamos en la parada de metro cercana a su casa. A partir de allí vamos caminando juntas hasta el punto de reunión que nos han indicado. 

Voy desde el Aljarafe, a donde las dos llegamos a vivir casualmente el mismo año, ella desde la capital, Madrid, yo desde un pueblo de Málaga, Ronda. Ella con su marido médico especialista y tres mariquillas de pelo rubio y piel bronceada preciosas. Yo con mi marido médico residente y mi único hijo por entonces, un niño de ojos inmensos de tres años; el niño de mis ojos. Convivimos en la misma urbanización de viviendas unifamiliares. Una antigua hacienda con club social, pistas deportivas —la delicia de nuestros maridos futboleros empedernidos—, y amplios espacios verdes. Lugar perfecto para la crianza infantil, —donde nos hicimos amigas—. La compartimos durante veintisiete años. 

Alma, vendió su casa hace cinco años. Las mariquillas crecieron. Se fue a la ciudad siguiendo su rastro. Desde entonces vivimos separadas por el río.  

                  —Sentada en el metro. —La aviso como quedamos cuando voy de camino, consciente de que debo parecer una autómata más de las que mira con la cabeza gacha a la pantalla de su móvil en el vagón del metro. Me siento culpable por ser otra del montón que realiza este gesto que tantas veces he criticado en mi mente al verlo. 

                  —Vale, ¿cuánto tardas?, por calcular para salir de casa —responde rápida mi amiga.

                  —Pues no sé… Quince minutos por decir algo —escribo subiendo las cejas encogiendo los hombros, al tiempo que muevo levemente la cabeza negando, como si pudiera verme. No sé calcular estas cosas. De hecho, solo pasan seis minutos cuando vuelvo a escribirle.

                  —En San Bernardo.

                  —¡Qué rápido! —contesta de inmediato Alma—. A penas le ha podido dar tiempo de dejar de mirar la pantalla del móvil desde la entrada del mensaje anterior—. Ya voy. Sal a la calle y me esperas —responde enérgica.

                  El movimiento continuo y suave de la escalera mecánica ascendente me expulsa poco a poco de la calidez del útero de la tierra. Antes de alcanzar la superficie, el aire frío me golpea en la cara. Decido no hacerle y caso y resguardarme. No saldré a la calle hasta que la vea acercarse. Me protejo detrás del panel de cristal desde el que estoy atenta a su llegada. Aguardo poco tiempo. Las dos somos extremadamente puntuales. Preferimos esperar a que nos esperen. Distingo a Alma parada en la acera a pocos metros con el móvil en la mano. Con su flequillo volando, encogida por el frío, graba un mensaje de audio. Por su sonrisa y el movimiento de hombros y brazos cuando alcanza a verme imagino que el mensaje va dirigido a mí. Me habrá dicho: «Violeta, ya he llegado. Te espero frente a la entrada. ¿Dónde estás tú?». 

Siempre ha hablado mucho y claro. Los gestos de su rostro al conversar subrayan su transparencia. También habla con el cuerpo, es muy gráfica. Con su derroche expresivo me libera con facilidad de mi caparazón silencioso, con la edad, cada vez más despegado. 

                  Me acerco hasta ella y nos saludamos con un abrazo amortiguado por el grosor de nuestros abrigos acolchados. Acudimos preparadas para combatir la aspereza del invierno que nos acompaña en la ruta de hoy. Dispuestas a caminar bajo un distante cielo azul despejado. El sol está alto, tan alto que a penas calienta, solo alcanza a iluminarnos con su luz fría de decorado.

                  —Mira —me dice volviéndose para señalarlo con sus claros ojos grises—, ¿ves ese edificio marrón de cristales? Esa es mi casa. ¿Has visto que cerca está?

                  —¡Es verdad! ¡Está al lado! —respondo entusiasmada al comprobar lo fácil que es llegar en metro.

                  —¡Te lo dije! —sonríe satisfecha.

 

Estamos en sus dominios. A partir de ahora dejo que sea ella quien dirija nuestros pasos hacia la plaza donde nos encontraremos ambos grupos con el profesor. Mi sentido de la orientación simplemente no existe. Reconozco que como se me da tan mal, tampoco lo trabajo, y así es como la pescadilla que se muerde la cola, no puede mejorar. 

Yo tenía mi destino definitivo como maestra en un colegio público del pueblo donde durante años vivimos las dos. Sumado al trabajo de casa, contaba con menos tiempo para salir de la localidad. Aprovechaba a la fuerza todos los servicios necesarios ampliamente cubiertos por los alrededores. Por entonces, a aquella especie de encierro le llamaba con inquina, la reserva. Algunos fines de semana salíamos juntas las dos parejas. Para los momentos de ocio, con ellos, siempre bajábamos a la ciudad. Antes dejábamos en su casa, junto a las tres mariquillas, al niño de mis ojos; convenientemente preparado con su pijama, su batín, y peinado con una perfecta raya al lado, para que se divirtieran juntos hasta nuestra vuelta. 

En cambio, Alma siempre se movió más que yo. Ella dedicada durante algunos años en exclusiva al trabajo de su familia numerosa y del hogar, llevaba a sus tres mariquillas a un colegio concertado a la ciudad. A la fuerza tuvo que moverse y callejear por algunos de sus barrios y muchas direcciones, y aunque dice que no se orienta bien tampoco, conoce bastante más que yo.

                  —Vamos por aquí— quiere enseñarme lo cerca que está su casa de la casa de su mariquilla pequeña—. Han conseguido tener su vivienda a tiro de piedra de la de sus tres hijas—. Mira, Violeta —me dice con tono pedagógico, después de atravesar las calles que sabe que no conozco—, por aquí está el sitio de la exposición de los Machado a la que fuiste, más adelante el colegio de las niñas, «por fin una avenida que conozco» y, más allá, la casa de su primera mariquilla, madre de sus tres primeros nietos. Vamos a cruzar, te voy a llevar por este camino para que sepas por donde vas. 

                  —Tú tranquila —le digo—. Estoy bastante perdida desde que nos separamos de la entrada del metro—. No te preocupes por explicármelo todo. Lo voy a olvidar. —Le explico que necesito hacer muchas veces un camino nuevo para aprenderlo—. Si me dejas sola por sitios por los que nunca he pasado estoy perdida. Aunque haya cerca algún lugar conocido me fallan las conexiones. —Sin conexiones la información se pierde en mi cabeza—. Me río yo del juego de la gallinita ciega: «da la vuelta y la encontrarás». ¡Ja!

                  —¡Anda que estamos las dos buenas! Yo tampoco me sé orientar bien—dice sonriendo—. Ahora estamos pasando por debajo del Puente de los bomberos.                         Menos mal que la plaza a la que tenemos que llegar está enfrente de casa de su segunda mariquilla como me dijo cuando nos llegó la información semanal de la ruta—. Me lo sé de memoria. Hago este recorrido muchas veces. 

 

Llegamos con tiempo suficiente. Los asistentes con movimientos desazonados nos situamos dispersos al abrigo de tímidos rayos de sol que buscamos con avidez. Asoman con cuentagotas, sin mucha convicción, salpicados aquí y allá. Cuando los encontramos los atrapamos con avaricia.

Es inevitable que aprovechemos estos encuentros para ponernos al día. Estábamos distanciadas desde antes de que vendieran la casa. Mi trabajo cada vez exigía más dedicación fuera del horario laboral y, después de nueve años de venirnos a vivir al Aljarafe, la maternidad me regaló, mi propia maraquilla. Tuve una niña. Supongo que nuestros ritmos y necesidades nos fueron separando. Hubo una pandemia… Estas visitas culturales han sido la excusa que necesitábamos para retomar nuestra amistad que esperaba adormecida que la espabiláramos. 

En nuestra pequeña porción de sol sale a la luz el tema inagotable de los hijos. Estamos acostumbrándonos a dejar las conversaciones inacabadas. Son conversaciones por capítulos.

—¿Qué tal te va con las niñas? —pregunto interesada, con cautela. He presenciado compungida en otras ocasiones como la entristece el asunto del desapego que siente. No tiene problema en hablar de ello y puede ayudarla si necesita desahogarse.

Me repite algo que ya me ha dicho en otra ocasión, «cómo podría olvidarlo»—Siento un dolor aquí… —dice en un susurro intenso sin que se le debilite la voz, alargando la r como muestra gráfica de la magnitud de este. Mientras, lleva su puño al pecho inclinando levemente el cuerpo hacia adelante congelando sus lágrimas—.                                                                              La conversación queda en pausa. Nuestro guía ha llegado.                                            

—Estoy gratamente sorprendido —dice el joven profesor para comenzar su discurso. Encuentra frente a él una nutrida asistencia suma de la unión de los dos grupos pese al frío, apiñados a su alrededor para que el calor humano no se escape. Ocupamos buena parte del centro de la pequeña plaza—. Para nada me esperaba tanta participación. —Los abrigados asistentes asentimos con gestos cómplices. Por edad, ocupamos el final de la línea del tiempo, donde comienzo mi andadura. Mi posición, de momento, es un lugar de los últimos en la cola. Hay un murmullo generalizado: «No se lo esperaba. Somos muchos». 

Tras la breve pausa del saludo, con sus explicaciones de organización del paseo de hoy como un rumor de fondo, Alma y yo retomamos la conversación.

—Pero, no lo entiendo. Lo que he visto siempre ha sido tu dedicación a ellas. Todo por y para las niñas. —Antes de terminar de hablar, mi protesta ya se la ha llevado el viento. Se me eriza la piel, no por frío. Respiro su dolor punzante por no sentirse «¿querida?». Puedo palpar como siente que se dirige en soledad a la antesala de la vejez. Pruebo el amargo regusto de su invisibilidad, «¿solo existe cuando les es útil?». Me perturba sentir todo esto. Su capacidad de contármelo aquí y ahora. Yo que me guardo los pensamientos y que atesoro los sentimientos a profundidad abisal. También me pongo en alerta: «¿me tocará sentir esto algún día?».

Como si leyera mi pensamiento, se recompone rápidamente y me dice más serena:

—Chiquita, tú tienes a Marieta todavía en casa. —Intenta protegerme como lo haría una hermana mayor, lo he sentido muchas veces—. Alma ha sorteado los desafíos de la vida antes que yo, me lleva pocos años. Siempre fue mi avanzadilla. Me ha ido anticipando lugares comunes que, con el tiempo y su brújula, he ido atravesando.

 

La conversación por ahora ha terminado. No hay tiempo para más. Comenzamos a movernos. Nos ponemos en modo clase. Tenemos por delante el recorrido por cuatro collaciones sevillanas y sus iglesias gótico-mudéjares.

 

En el camino de vuelta, el ir acompañada —por una experta exploradora… supongo—, le anima a proponerme:

—Por aquí hay una calle por la que se llega muy rápido a casa. Eso me dicen siempre mi marido y mis hijas. —Paramos. La veo indecisa. Alterna la mirada entre dos calles—. ¿Quieres que probemos o prefieres que volvamos por donde hemos venido? —me propone con sonrisa nerviosa por el atrevimiento planteando.

—Me parece bien. No tenemos otra cosa que hacer —respondo dando un tropezón algo aparatoso del que consigo mantener el equilibrio aferrándome a su brazo.

—¡Ay, hija! ¡Que susto me has dado!  —exclama girándose con una sonrisa tensa hacia mí dándome un toque instintivo con la palma de su mano en el brazo con el que me agarro al suyo.

No sé por dónde vamos. Me dejo llevar por nuestra charla animada. La inseguridad de ambas con la orientación hace acto de presencia durante el trayecto. Recorremos un tramo de avenida que automáticamente desandamos, pero al final observo divertida en su cara, el gusto por comprobar que ha conseguido llevarnos a puerto. Le propongo que hagamos de los miércoles nuestro día, apoyando su idea de que tras la clase algún vez me quede a comer. Queremos conversar tranquilas, no por capítulos, de lo que nos apetezca. 

Al llegar a la boca de metro, nos despedimos en el mismo lugar donde nos encontramos, con otro mullido abrazo. 

El movimiento continuo y suave de la escalera, ahora descendiendo, me devuelve a la reconfortante calidez del útero de la tierra. Durante el recorrido de regreso a casa, la conversación interrumpida de hoy ocupa mis pensamientos. Imagino a las tres mariquillas, —dos ya son madres—, ya crían, apoyan, consuelan…  Supongo que las tres, absortas en el torbellino de su día a día, no se dan cuenta de que su madre también necesita apoyo, aunque las madres seamos las que sostenemos, tengamos la edad que tengamos, incluso cuando trascendemos —como siento yo con la mía—. «¿Qué hay del fuerte vínculo que existe entre madre e hija?Con el paso del tiempo, ¿sentirán ellas lo que su madre siente ahora? ¿Habrá desapego de mis hijos hacia mí? ¿Cómo será, feroz, graduado o manso? ¿Con qué actitud afrontaré el reto? ¿Mi madre sintió esto mismo? ¿La apoyé lo suficiente?» Las preguntas sin responder van llegando a mi cabeza  atropelladas, chocando unas con otras, como los escolares en una fila de patio de colegio.

 

Llego al final del trayecto con la imagen de una fotografía en mi cabeza, mi joven amiga Alma en el centro, delante, sus tres mariquillas preciosas pegadas a su falda, mirando a cámara. En una fila horizontal escalonada. Ninguna de ellas le llega a la cintura.


María José Aguayo


Imagen: fotografia editada FJPPBB 

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