ES LA HORA
El día será todavía más largo que el de solsticio de verano. El crepúsculo a pesar del retraso llegará, sumiendo a Soledad en el más oscuro desconsuelo.
El calor del sol de mediodía desborda el abatimiento causado por la llamada telefónica. Al colgar, se siente la persona más vulnerable sobre la tierra. Ni siquiera es consciente de que Sam, su incondicional compañero, con gemidos sordos, le acompaña. No la abandonará. La protegerá como lo lleva haciendo desde que Alberto, su marido, lo trajo a casa junto al ramo de flores, hace diez años, por su aniversario. Su noble perro también hizo una promesa. A pesar del golpe de calor, se le hiela la sangre, quedando expuesta a su suerte. Imposible calcular sus tremendas secuelas.
Sus admiradas “nomeolvides”, hoy le parecen flores tristes de papel, sin olor, ajenas, como una niebla pesada de nubecillas bajas que se aferran a sus piernas intentando impedir que continúe avanzando, obligándola a dar torpes pasos. Nada que ver con las que la guardaban cuando siendo niña se recostaba entre ellas innumerables veces para ver pasar las nubes y después, en tantas ocasiones con Alberto, para dibujar proyectos comunes.
Con los gestos de la cara paralizados, se le va inclinando la cabeza febril, desbordada de ideas desconsoladas. Después de su decisión solo le quedará otear el horizonte anhelando el retorno de quien no volverá jamás. Condenada a permanecer sola en tierra.
No oye otra cosa en su cerebro. Las palabras del doctor resuenan como el impacto reiterado de una bala que desde hace cinco días le dejó desgarrada el alma: «Lamento mucho tener que insistir. No hay posibilidades de recuperación de su marido. Las máquinas no pueden ayudarlo, solo están prolongando su situación irreversible. Necesito que cuando acuda hoy al hospital venga preparada para autorizarnos a desconectarlo. De veras que lo siento».
No sabe si sus piernas serán capaces de llevarla hasta la cara oculta de la caseta de piedra, su refugio desde que tiene memoria. Compartido solo en ocasiones con Alberto, a partir de que sus miradas se acoplaran para siempre a los diecisiete años. Hasta que no alcance a sentarse recostando su espalda al abrigo de su pared no podrá llorar, y lo necesita. Todavía no se lo ha permitido. Teme que si lo hace no pueda parar y no sea capaz de cumplir su palabra.
Es 15 de julio. Parece que hayan pasado cinco años y solo han pasado cinco días. Llaman a la puerta. Alberto está al llegar. «Un clásico. ¡Otra vez ha olvidado las llaves de casa!». Abre sin preguntar, animada por los fornidos ladridos que Sam dedica a la vuelta de su amo. La sorpresa es brutal. Tras la puerta no está Alberto. Se encuentra frente a dos agentes uniformados de la guardia civil. El más joven sujeta un ramo de tulipanes y lilium amarillos salpicados de nomeolvides blancos como los de su huerto. Alberto puntual se lo regala cada 15 de julio por su aniversario. Sus peores temores se disparan. Al fondo de la cuesta de acceso, tras la reja de hierro de la entrada, ve las dos motos de los agentes aparcadas. Al instante se le acelera el pulso. Comienzan a flaquearle las piernas. Siente un intenso hormigueo en las palmas de sus manos. Se las lleva al pecho. No puede respirar bien. Le falta el aire:
—Buenas tardes. ¿Soledad Martínez Andreu? —asiente débilmente con la cabeza, las palabras no alcanzan a salir por su boca—. Por favor, déjenos pasar, tenemos una mala noticia.
El agente de mayor edad se dispone a narrarle los hechos mientras el más joven le tiende el ramo. Se le cae de las manos que en este momento parecen de trapo. Dando un paso rápido al frente el joven guardia la coge sujetándola por los brazos para evitar que se caiga al suelo. La lleva prácticamente en volandas hasta el asiento más próximo, un sillón orejero —con el cojín algo hundido—, de tapizado floral a juego con las cortinas, en el que se sentaba a coser su madre. El sonido de la voz de su compañero le llega distorsionado, lejano, como si estuviera metida bajo el agua. Las palabras acuden particularmente ralentizadas como el tañido solemne y grave de las campanas de la iglesia del pueblo cuando doblan a muerto. Las gruesas vigas de madera del techo abuhardillado comienzan a retorcerse como el regaliz blando; se le nubla la vista. El oficial le informa de que, a quince kilómetros de la casa, el cruce fortuito con un camión con los frenos averiados produjo la colisión frontal con el coche de su marido al que arrastró varios metros lanzándole finalmente por la cuneta. Ha sido trasladado en ambulancia al hospital de la capital en estado crítico. Patrullábamos por el lugar de los hechos en el momento del accidente. Dimos el aviso rápido. Sam consigue abrirse paso con quejidos agudos entre el agente joven y Soledad. Se mueve inquieto hasta que el veterano se acerca y le pone la mano sobre el lomo para calmarle, invitándolo a echarse a los pies de su ama. El perro, jadeando intensamente, no aparta su mirada de su dueña.
Fuera, la temperatura supera los cuarenta grados, pero su cuerpo se estremece cubierto de un frío gélido que le cala hasta los huesos. Está agotada. Quiere que la dejen sola para dormir profundamente. Necesita despertar cuanto antes de este maldito sueño. Aunque sabe no puede hacerlo. Tiene que salir hacia el hospital de inmediato. Le urge librarse como sea de este equivocado maleficio.
Los agentes, después de preguntarle repetidas veces si quiere que avisen a alguien, le piden un taxi, también le preguntan si se encuentra en condiciones de quedarse sola. No han llegado a la verja de salida cuando un grito amortiguado atraviesa la gruesa pared de piedra deteniendo las pisadas crujientes de sus botas sobre la gravilla de la cuesta. El agente joven se gira automáticamente con intención de regresar, su compañero le sujeta por el brazo negando despacio con la cabeza.
«No puede ser, Alberto y yo llevamos años circulando por esa carretera. Debe tratarse de algún error. En cuanto llegue al hospital todo quedará aclarado». Su marido retrasó su llegada. Este verano empezaba sus vacaciones una semana más tarde. Ella se adelantó para ir abriendo y preparando la casa de campo heredada de su familia hace seis años, a la que se trasladan desde entonces para pasar todos los veranos antes de irse de viaje a un nuevo destino planeado con detenimiento en invierno, frente a la lumbre de la chimenea. Juntos podían ir donde quisieran.
Desde que recibió la noticia está paralizada. Funcionando en modo autómata. De casa al hospital, para acompañar a Alberto en el escaso tiempo que puede permanecer junto a él en la UCI; del hospital a casa, para el descanso que no llega, el que necesita para tomar la decisión de poner fin a la vida de su marido.
Entre la incredulidad y la incomprensión siente que ella también ha quedado incapacitada para la vida. Sumida en un letargo fatal. «¿Quién me desconectará a mí?». Asistida para sobrevivir con el corazón cada vez más oprimido y la sensación certera de que en cualquier momento su aislamiento de la realidad le hará perder la cabeza.
Engreídos por su juventud, sintiendo que ningún mal podría alcanzarles, al año de casados, mientras esperaban una comida que se retrasaba más de lo esperado en un restaurante de la rivera de Oporto, no les resultó difícil prometerse el uno al otro que nunca permitirían que alguno de ellos sufriera por enfermedad o acontecimiento terrible imprevisto. Si llegara el caso, no alargarían sin necesidad sus vidas.
En su puño izquierdo, cerrado con apenas las fuerzas que le quedan, esconde la alianza de Alberto. La siente pesada. Le quema. No puede resolver qué hacer con ella, ¿ponérsela? ¿guardarla? ¿dónde? «Sus fuertes manos solo están dormidas, no están afectadas ¿por qué no se la dejan puesta? Así puedo estar junto a él todo el rato». «¿No lo entiendes, mi amor? No puedo dejarte ir todavía… ¿Y si has cambiado de opinión y no puedes decírmelo…? ¿Y si los médicos se equivocan…? Volamos a Japón en una semana, a final de verano comenzamos la remodelación de la casa que imaginamos tumbados en la hierba, las vides están creciendo, hay que supervisarlas; lo hablamos ¿no recuerdas?, ya ha llegado el momento de tener un hijo, ¿cómo podré hacerlo sin ti?... Como agua entre los dedos ve como escapan desbordadas tantas ilusiones conjuntas sin poder hacer nada para retenerlas.
Sabe que la huida a la caseta de piedra tendrá que esperar. Necesita el poco aliento del que dispone. El refugio donde hasta ahora llenó sus vacíos no puede ayudarla en esta ocasión, le parece que no volverá a hacerlo en ninguna otra. Sam le empuja suavemente la pierna con su peludo cuerpo de peluche. También él sabe que tiene que darse la vuelta. Necesita llegar al hospital. Es la hora. «Lo sé, Sam. Voy a cumplir mi promesa».
María José Aguayo
Imagen editada de un fotograma de la película: Los destellos, escrita y dirigida por Pilar Palomero.
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