LA SILENCIOSA DANZA
En el gran salón de las sesenta y cuatro baldosas, se celebra un baile. Sin invitación, se cuela el graznido de un cuervo. Un soplo de inmolación atraviesa la estancia, rozando los velos de las ventanas afiladas.
No derrama una sola gota de sangre. Tendida en un lateral, yace aún majestuosa. La perla de su corona negra resalta sobre el mosaico blanco. ¡Es la reina! Para ella finaliza la silenciosa danza.
Con su muerte, una sombra lúgubre se extiende sobre el reino. El alfil que la custodia, impotente ante la gran pérdida, vaga torturado de esquina en esquina por el aposento, trazando cruces aspadas.
La reacción del monarca es inmediata: «La entrega y sacrificio de mi dama, valiente y astuta, no serán en vano». Armado de frialdad y templanza, avanza dispuesto a abatir él solo al enemigo si fuera necesario, aunque sea su última hazaña. La cruz de su corona alarga aún más su elevada figura. Todo en el salón tiembla a su paso. Con ella caída en el suelo, loco de soledad, concluirá su danza.
Tras una coreografía calculada, sentencia victorioso:
—Jaque mate— y el tiempo se detiene en el reloj del palacio.
María José Aguayo
Fotografía de José María Aguayo
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